Si el año pasado la Marcha del Orgullo Lgbttti de la Ciudad de México cargaba el peso histórico de llegar a las cuatro décadas en una capital como ésta, en el que la decencia sigue arraigada en el inconsciente como fantasma indispensable para pertenecer a la casta de apariencias, este 2019 el aniversario es más bien simbólico, por aquello del famoso Baile de los 41, como se le conoce a la legendaria fiesta que ocurrió una noche de noviembre de 1901 al interior de la casona más impúdica de la calle de La Paz, hoy Ezequiel Montes, a un par de cuadras del Monumento de la Revolución, recién remodelado. El de los 41 supuso el primer escándalo de tintes homosexuales que incendiaría el morbo mexicano, pues entre sus emperifollados invitados había 41 hombres vestidos de mujer, lo que bien podría ser el primer antecedente mexicano de la cultura travesti, que el tiempo llevaría a las cumbres del costoso mainstream gracias al furor del drag.
Algunos historiadores comentan que en realidad fueron 42 los hombres arrestados bajo el cargo de usar esponjosos vestidos y romper la moral masculina, luego de que un policía con aguda y decente capacidad de observación detectara tremendos mostachos por debajo de los femeninos sombreros y tules, pero entre los travestidos se encontraba un pariente de don Porfirio Díaz, quien de inmediato fue separado de los mortales para que la vergonzosa tragedia no afectara la honrosa respetabilidad de la estirpe familiar del reelecto presidente. Aunque lo más probable es que el rumor del famoso detenido número 42 trascendiera el chisme por encima de los otros con apellidos menos influyentes, el número oficial de arrestados fue 41.
La nota del baile quedó inmortalizada en una caricatura del genial caricaturista José Guadalupe Posadas en la viñeta de Los 41 maricones y que sirvió de inspiración para el cartel de uno de los tantos comités que participan en la organización de la marcha capitalina de este año, el más colorido y estilizado, a mi parecer, y al que le dediqué una columna no hace mucho.
Investigadores académicos que han estudiado la historia del movimiento homosexual en México (en tiempos en que el adjetivo era capaz de englobar todas las identidades no hetero sin miedo a lastimar individualidades) apuntan a aquel baile de los 41 como el punto de partida en la visibilidad de una minoría menospreciada y maltratada, sobre todo, por su morfema sexual que contradice o confronta la sexualidad buga inherente a la reproducción de la especie humana. En especial, los homosexuales tenemos que hacernos responsables de que nuestro afecto por el mismo sexo (eufemismo santurrón para referirnos a todo lo que pasa una vez se desabotona el pantalón, es decir, la sodomía) es un acto condenado al hedonismo. El ramplón ejemplo del reconvertido ese que debate en revistas mañaneras no es del todo descabellado: si un puñado de hombres homosexuales habitaran una isla desierta no existiría la descendencia, ni tampoco esos traumas que cuajan en la infancia o tiranías avaladas tan solo por ser el líder de la familia, manada o tribu. Conozco a varios perdedores de la secundaria que se hicieron padres tan solo por experimentar un poco de poder, aunque sea al extremo de la mesa de una claustrofóbica cocina. Construí la imagen en mi mente y tuve los deja vú en rewind, como una película porno en VHS.
Muchos se indignaron con el tuit de la isla y los homosexuales. Al menos yo no veo nada de malo en morir de sobredosis de placer, cocos y agua salada. Me iría con la conciencia tranquila de que mi desperdicio de esperma no desató sobrepoblación y sangrientas peleas por un trozo de jabalí. Lo único molesto sería tener que soportar el playlist de los otros jotos náufragos. Jamás podría acostumbrarme a eso.
Fue sintomático ver la respuesta de los homosexuales defendiendo su posibilidad de ser parte de la familia con todos los valores que le da sustento, como aquellos que motivaron a Porfirio Díaz a rescatar la decencia de su pariente vestido de mujer. Luego vino aquello del orgullo gay, las orgías, los poppers, el bareback, los saunas y las app de ligue. Pinche buga de nuevo ingreso. Ni cómo desmentirlo. Uno de mis libros se llama Un amigo para la orgía del fin del mundo y otro Bareback Jukebox y ambos describen esa asfixia pecaminosa que tanto afecta al convertido. Luego vino el espaldarazo de la Legarreta, que muy solidaria dijo que conocía muchos gays respetables que no le hacían a eso. Aplaudirle su apoyo era avalar la estigmatización a la libertad sexual y los usuarios de drogas, en un país que se esfuerza por legalizarlas debido a que su combate, derivado de premisas de moral enfermiza, ha convertido este país en una fosa.
De nuevo, los homosexuales exigiendo su derecho a la respetabilidad de los bugas sacrificando su indecencia. Salir del clóset para ser respetables me parece un desperdicio. Sobre todo si celebramos 41 años y más de cien de un baile que sentó las bases de nuestra visibilidad y que pasó a la historia por su capacidad de irrespetuoso.
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