Política

Hacia el balance adecuado: mitos y realidades sobre las nuevas medidas migratorias en México y EE. UU.

La conversación pública en materia migratoria ha probado ser, por desgracia, terreno fértil para la hipérbole y el lugar común. Las políticas migratorias son en realidad una categoría analítica que simplifica una complejidad difícilmente comparable. Analizar la migración implica detenerse en campos tan disímiles como la protección a la figura del asilo y la cooperación internacional para hacer frente al tráfico de personas y las organizaciones criminales transnacionales. El rango migratorio abarca por igual el diseño de distintos tipos de visas que estrategias de comunicación para hacer frente a falacias xenófobas y generalizaciones discriminatorias. Por definición, hablar de migración con seriedad requiere rigor analítico y claridad conceptual.

No obstante, la conversación pública sobre migración, tanto nacional como fuera de nuestras fronteras, se caracteriza por el vaivén de ideas superficiales y prejuicios permanentes. Es difícil reconocer argumentos persuasivos o propuestas elocuentes si provienen de bandos que se consideran como contrarios. En concreto, y paradójicamente, es el caso de las medidas anunciadas ayer por Estados Unidos y que el Gobierno de México ha reconocido públicamente.

¿Qué constituye una política pública adecuada en materia migratoria? Al respecto hay cuando menos dos fuerzas opuestas, ambas válidas, aunque en cierta oposición una de la otra. Mientras algunas personas argumentan en favor de la libre movilidad de las personas, otras aducen el respeto a las leyes domésticas, que normalmente regulan y ponen límites al tránsito humano.

Las medidas anunciadas recientemente por Estados Unidos representan un balance delicado entre ambas tesis. Por un lado, abren una vía inédita de ingreso ordenado a su mercado laboral. No se trata de una cifra simbólica de acceso a Estados Unidos, sino un número significativo de cientos de miles de personas que, en vez de correr los riesgos de cruzar por la selva del Darién, Centroamérica y México, aterrizan directamente en un aeropuerto en Chicago, Atlanta o Houston. Por otro lado, las nuevas medidas también buscan atemperar los crecientes flujos migratorios irregulares en la región. Modifican significativamente el cálculo de potenciales personas migrantes para optar por una nueva vía formal, en vez de transitar miles de kilómetros de la mano de redes del crimen organizado transnacional.

Ciertamente hay preguntas válidas en las que debemos reparar y, como Gobierno, responder. Sin embargo, esa no es la discusión que leemos. Las nuevas medidas estadounidenses están ancladas en la Declaración de Los Ángeles sobre Migración y Protección y también parten de los Pactos Globales para la Migración y para los Refugiados. Han permitido el acceso de más de once mil personas venezolanas que pueden trabajar formalmente en Estados Unidos. Otras dieciséis mil pueden arribar cuando así lo decidan. Los flujos irregulares se han reducido hasta en 94%, una efectividad a todas luces extraordinaria. Estos resultados difícilmente tienen precedente.

Frente a esta realidad —que valdría la pena entender y escudriñar
mejor— permanecen las referencias discriminatorias, como tildar los nuevos permisos humanitarios como Púdrete en México, o los análisis equivocados que señalan que México “aceptará treinta mil migrantes al mes”. Este tipo de lecturas, además de abonar a una idea excluyente que equipara recibir personas migrantes como una carga indeseable, poco ayudan a lo que verdaderamente importa: implementar políticas públicas que avancen los derechos de las personas migrantes y refugiadas; crear nuevas vías de movilidad laboral en la región; gestionar concertadamente mecanismos migratorios en las Américas; cambiar la percepción frente a la migración de la otredad a la solidaridad; transitar de la obcecación hacia la empatía.

Poner al centro a las personas migrantes significa dejar atrás los mitos y fábulas que confunden los árboles del bosque en su conjunto. Las nuevas medidas migratorias estadounidenses son una rara avis. Han demostrado, con datos duros, que abrir rutas de ingreso más ordenadas, seguras y regulares es posible. Que es posible encontrar el balance entre el Estado de derecho y una mayor movilidad humana. Lejos de recular —y lejos también de la bruma conceptual que permea nuestro debate público— debemos seguir recorriendo este nuevo camino.

Por Arturo Rocha*

*Coordinador de Estrategia y Políticas Públicas en la Unidad para América del Norte de la SRE

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