Estados Unidos vive un momento estremecedor al perpetrarse las masacres más violentas de su historia en este 2017.
El 5 de noviembre, Devin Kelley, de 26 años, disparó su arma asesinando a 26 personas e hiriendo a 20 en una iglesia de Sutherland Springs, cometiendo la peor masacre en la historia de Texas.
El 2 de octubre, Stephen Paddock, de 64 años, disparó desde el piso 32 de un hotel de Las Vegas contra los asistentes a un concierto, donde murieron 58 personas y 500 resultaron heridas.
Estos actos son cometidos por una persona en solitario contra un grupo indefenso. El atacante no piensa en los demás, solo mata y no es significativo para él.
Donald Trump declaró que la culpa no la tiene el fácil acceso a las armas, sino el alto índice de enfermedades mentales.
"Está claro que nos encontramos ante un problema de salud mental de alto nivel. Tenemos muchos problemas de salud mental en nuestro país (...) Es algo que hay que abordar de manera seria", reveló Trump.
Un complicado panorama en cuestiones de salud y valores imposible de ocultar.
Los autores se aíslan, no buscan ayuda, entran en un estado mental que los conduce hacia el momento de perpetrar la masacre, cuyo final es su propia muerte, provocando confusión, desconfianza, miedo y angustia social.
Es llamativo que sucedan estos hechos en tan corto tiempo. Una pregunta es qué se está generando para que sus propios miembros toquen de esta manera los bordes del respeto a la vida de los demás.
Quienes cometieron estos actos coinciden en que son hombres blancos, caucásicos, con una vida aparentemente aceptable.
Sería bueno que los medios, las instituciones de salud pública y de educación se enfoquen en orientar y alertar a la población del efecto de imitación que puede llevar a otros a realizar una masacre.
Buscar maneras efectivas para que no se produzca un efecto viral y enfatizar que más que el acceso a detonar las armas, hay que buscar soluciones para evitar este tipo de tragedias.
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