La muerte del académico Miguel León-Portilla, acaecida en la Ciudad de México este 1º de octubre del 2019, a la avanzada edad de 93 años, se llevó a la tumba al académico contemporáneo que mejor pudo profundizar en el pensamiento náhuatl y elevarlo al rango de uno más entre los que han tachonado la historia de las civilizaciones con planteamientos humanos originales y profundos.
Gracias a ello nos ha legado una extensa producción bibliográfica que le coloca en un sitio muy honorable, el de haber tocado el fondo del conocimiento profundo de las culturas amerindias desde sus monumentos literarios como para extraer de ellos el pensamiento filosófico.
Fue a partir de Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares (1961), como pudo adentrarse en El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e incas (1964), drama que implicó pérdidas irreparables para las civilizaciones mesoamericanas de las que ahora sólo conservamos vestigios. Tiempo y realidad en el pensamiento maya (1968) y México-Tenochtitlán, su espacio y tiempos sagrados (1979), dan constancia de ello.
Empero, para valorar la obra de Miguel León-Portilla no podemos ignorar algo que él nunca enfatizó, que su erudición la fogueó su conocimiento pleno de la filosofía escolástica tradicional y del pensamiento cristiano, al grado que salvando las diferencias podríamos decir de él que su rescate e interpretación de los monumentos literarios nahuatlatos se parece a lo que Santo Tomás de Aquino hizo respecto a la filosofía aristotélica y el Evangelio, una síntesis.
Ciertamente, no fue la intención de León-Portilla cristianizar el pensamiento náhuatl de los antiguos, pero sí mostrarnos algo que él sistematizó: el valor y la fuerza que al lado del pensamiento sagrado tuvo el filosófico en las culturas del macizo continental americano hasta 1519. Con ese argumento pudo dar a la luz pública textos tan luminosos como La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1993), en la que advertimos la doble matriz de su formación juvenil: la Compañía de Jesús, de la que fue religioso, y el legado intelectual del presbítero Ángel María Garibay, quien le indujo a interesarse en el estudio de las culturas amerindias. La discreción que mantuvo don Miguel acerca de esta etapa de su vida se explica por el ambiente anticatólico que empapó el sistema político mexicano casi todo el siglo pasado, donde no era una nota distintiva haber sido jesuita. Pero tampoco fue un católico vergonzante y sí, en cambio, un intelectual que honró la formación recibida en el juniorado jesuítico de San Cayetano, en el noviciado de San Ángel y en los cursos de filosofía previos a su encuentro luminoso, en la UNAM, con el único eclesiástico contemporáneo que sí le dio el golpe a la cultura indocristiana, don Ángel María Garibay, del que fue su mejor heredero, según lo advierte uno en una obra suya insuperable: Tonantzin Guadalupe: pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el ‘Nicān mopōhua’ (2000). Su salida de este mundo deja un hueco que será muy difícil llenar. Descanse en paz.