Por desgracia para México, la corrupción en la política, no es, por mucho, ninguna novedad. Es un ciclo de seis años cuya profundidad se hace visible conforme disminuye el poder del Presidente en turno, es decir en su ocaso. La voz popular le ha llamado al último año del sexenio como “El año de Hidalgo,...” y todos conocemos la segunda parte del refrán.
Pero existieron sexenios que se volaron la barda de corruptos. El periodo de Miguel Alemán (1946-1952) terminó con una extensa sombra de ignominia mientras que en el gobierno de José López Portillo (1976-1982) la desmesura, abuso y frivolidad del régimen excitaron la indignación generalizada. El propio PRI se sonrojó. Dentro del oficio político del Partido dominante en esas épocas, hubo respuestas compensatorias: tras Alemán se postuló a Adolfo Ruiz Cortines un hombre genuinamente austero y severo en la aplicación de las leyes. Después de López Portillo se nombró a Miguel de la Madrid un técnico que resolviera el entuerto y que salió a la calle con un lema político que rezaba: “Por una Renovación Moral”.
El sexenio de Enrique Peña Nieto tiene ya un juicio. Las montañas de denuncias digitales y sus réplicas hasta el infinito lo han dejado sin defensa. Sin duda hubo materia para señalar de corrupción a su administración pero el veneno que se esparció alcanzó dimensiones épicas.
El de Peña es un juicio sumario, apresurado y factiblemente inexacto. La Historia se toma más tiempo; analiza momento y circunstancias en otra dimensión. Pasado el tiempo puede resultar hasta víctima. Lo irrefutable fue su incapacidad para defenderse y lento de reflejos ante el golpeteo. Pero también, en la historia, tendrá juicio el verdugo, que hoy se ufana de inmaculada pulcritud.