Somos los fantasmas del tiempo, no llevamos cadenas, llevamos algo peor entre nuestras manos ¿o garras? Llevamos recuerdos, llevamos la revuelta de calles que ya no existen, sonamos los pasos en calles sucias, solas, abandonadas por el delirio, llevamos el miedo como un pañuelo percudido del que nos olvida y la duda en forma de ola salvaje que no es más que una despedida sin palabras en cafés olvidados donde la alegría real es la amabilidad de meseros que no te miran, que no te hablan ni te sonríen, que sólo extienden el menú como si te extendieran una navaja, un frasco de alcohol y una venda para los ojos del corazón. Somos otras personas frente a un café espresso cortado a la crema, mordemos heridas dolosas de la memoria queloide, sutura que fabrica el tiempo con su engranaje invisible siempre abierto a las decepciones. A veces nos hablamos como dos extraños, como si algo hubiera muerto, como si el funeral de alguna de las dos fueran esas manchas de café que quedan en la taza o en la boca que algo dice, que algo intenta decir, algo cercano al murmullo que no se entiende. Aún con su desprecio la noche es amable. En las derrotas de calles que fueron saqueadas por los tiempos modernos, mi para siempre amada Distrito Federal: he aprendido a conocerte a través de tus fantasmas. Qué cursi autonombarse “poeta”, qué ridículo colgarle la etiqueta de “Poesía” a palabras cuya atmósfera vacua enferma ante la revelación. Poesía es un cuchillo, como ese que llevaba la otra noche un hombre parecido a Pedro Infante cruzando el hermoso Callejón de Dolores en el Barrio Chino, lo deslizó de un bolsillo de su saco mientras gritaba “estamos solos…Manuel”, llevaba entre las manos su infancia hecha pedazos y un rincón cerca del cielo, ¿qué pensaría Jack Kerouac con toda su morfina silente? Al espeso Callejón de las Damas de gatos blancos y dorados llegaron los snobs con sus simulaciones, bares y “experiencias gastronómicas” del asco que NO necesita nadie porque ya existe comida deliciosa hasta la esquina con Buen Tono. Por la manada pretenciosa insufrible están lastimando por las noches en Luis Moya 49 un monumento histórico: El Farolito, donde al frente de la barra atiende nuestro Lowry en el Complot Mongol. Caminando en la oscuridad vimos las enormes piedras en la acera, un enorme camión, los cargadores y el polvo del siglo antepasado riéndose porque por fin los fantasmas se irían, ¿por fin habrá alguna porquería que tendrá clientes que ni siquiera viven aquí ni son de aquí? No reconocí la fachada recién pintada de blanco, me negaba a creerlo, “debe ser otro lugar, no puede ser”, al otro día me enteré por un eremita de otro templo que primero clausuraron, sucede que algunos devotos de la noche no se levantan de la clausura
—¿Qué van a hacer, por qué lo están tirando?
—Un convento
Sonrió el chofer con dientes chuecos y medio podridos del armatoste que se llevaba millones de historias en escombros crueles. Me abandono ante la memoria. Lloro.
* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)