Política

“Si lo hubiéramos protegido, hoy seguiría con vida”

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  • “Si lo hubiéramos protegido, hoy seguiría con vida”
  • Sophia Huett

Eso fue lo que se dijo, con pesar, días después del asesinato del director jurídico de una institución de seguridad pública. Un servidor público que, aunque no portaba uniforme ni encabezaba operativos, estaba en la primera línea de decisiones estratégicas: firmando documentos sensibles, participando en procesos legales clave y, en consecuencia, expuesto. Pero fue considerado como “personal sin riesgo”. No porque se hubiera hecho un análisis real de amenaza –de esos que rara vez se elaboran en nuestro país– sino porque no se ajustaba al estereotipo de quien necesita protección. Se ignoró que el riesgo no se mide por la apariencia, sino por la función.

No hubo evaluación, ni protocolo, ni acompañamiento. Solo la lógica de siempre: si no ha pasado nada, no va a pasar. Hasta que pasa. Y entonces vienen los cuestionamientos, las condolencias, los comunicados con palabras que ya no alcanzan.

En México, la protección de funcionarios y funcionarias sigue envuelta en prejuicios. Desde lo institucional, muchas veces se minimiza el riesgo por motivos presupuestales, administrativos o políticos. Desde la ciudadanía –y también desde dentro del propio sistema– se ha fomentado la idea de que quien cuenta con un vehículo blindado o escoltas vive en comodidad, ajeno a los problemas de la gente.

“A ti no te preocupa, porque traes escoltas”, se lee en redes sociales, incluso en publicaciones de personas con responsabilidad en el ámbito de la seguridad, como si tener protección fuera un privilegio, y no una medida elemental frente a amenazas reales. Como si cualquier persona estuviera dispuesta a asumir esa carga, y sus consecuencias.

Sobre la necesidad de proteger, además, existe una profunda falta de criterios objetivos. Las decisiones se toman, muchas veces, por percepción política, por afinidad, por jerarquía visible, sin diagnósticos ni análisis formales. Yo misma lo viví. Aun ocupando funciones de seguridad, con una trayectoria de años y exposición mediática, tuve que pedir –más de una vez– un vehículo blindado. Y no fue un trámite institucional automático: fue una solicitud que incomodaba, que generaba resistencia. No quiero pensar que lo que enfrenté fue una forma de violencia institucional, pero tampoco puedo negar que hubo indiferencia ante el riesgo, ni que se ignoró el impacto político que habría generado una agresión o un incidente. Me enfrenté a trabas administrativas, a negativas reiteradas, incluso a la falta de cortesía de compañeros que no consideraban urgente componer vehículos que me dejaban varada. Y ante ello, empecé a salir solo para lo indispensable, a “administrar” la vida social a la que cualquiera tendría derecho, y a comprender que yo misma tendría que generar mis propias medidas de autoprotección.

Blindar no es sinónimo de dispendio. Es una medida de contención frente a una amenaza tangible. Escatimar en protección –por imagen, cálculo político o negligencia– cuesta vidas. La del director jurídico fue una de ellas.

Mientras no entendamos que proteger es también una forma de reconocer el valor y el riesgo del servicio público, seguiremos lamentando pérdidas que sí pudieron evitarse.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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