Política

El virus que se llevó a mi abuelo

Ayer murió mi abuelo. Con sus canas, sus surcos en la cara, con su pasado. Con sus errores y aciertos; con sus amores y desamores. Sinaloense, aduanero, buen conversador. Murió atacado por un virus que invadió la vida de todos desde hace unos meses.

La resignación es el estatus de búsqueda habitual ante la muerte, por eso creo que si es el último recurso cuando no hay vida, mientras haya habría que luchar.

Ayer murió mi abuelo y así pasó a ser parte de las estadísticas en un país donde no se tiene ni la certeza de que estos números sean confiables. Ni totales. Ni actuales.

Mi abuelo murió en un país donde las actividades se reiniciaron con protocolos casi simulados, en medio de un sentimiento de resignación sobre que el número de fallecidos no se contendrá.

Mi abuelo murió en un país que ahora está en el lugar número cinco de decesos en el mundo. Y donde muchos de sus líderes políticos se empeñan en no usar cubrebocas, en no invertir en pruebas de detección masiva, en donde no inspeccionan la reapertura para asegurarse que los protocolos no sean la simulación que están siendo: un cuestionario sobre si se tiene tos (al que nadie contestará que sí), un tapete sanitizante mal puesto, meseros con cubrebocas en la barbilla. Tiendas sin desinfectarse del todo, parques sin lavamanos o sanitizantes públicos.

 “Hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse”, decía Ernesto Sábato.  Pero parece que en México no es así.

Mi abuelo murió en un país donde el mayor funcionario responsable de las políticas públicas en esta pandemia, Hugo López Gatell,  culpa a unos y otros de los rebrotes, apenas portó mascarilla por primera vez este sábado –después de 34 mil fallecimientos reportados- y dice que no es importante invertir en pruebas.  En un país donde no hay apoyos económicos para las pequeñas y medianas empresas que al casi agonizar optan por reabrir sus puertas.

Porque la pandemia se vive en todo el globo, y en todo el globo es una tragedia, es verdad.  Pero también hay casos de éxito como Paraguay, Nueva York, Japón o Australia, donde pruebas masivas, supervisión de protocolos de sanitización, aislamiento en hoteles de personas enfermas, y monitoreo de posibles infectados ha logrado amortiguar el número de víctimas.

En Paraguay, país pequeño de 7 millones de habitantes, pero en medio de naciones con miles de casos, sólo se registran 21 muertos. Puso en cuarentena obligatoria, cuando apenas iniciaba la pandemia, a 6 mil personas provenientes del exterior en hoteles dispuestos para ello, y obligó a restaurantes y comercios a registrar la entrada y datos de cada consumidor para dar aviso y monitoreo después en caso de un posible brote en sus instalaciones.

Aun cuando Estados Unidos no es un buen ejemplo, la situación es positiva en ciudades como Nueva York donde  ahora hay menos personas hospitalizadas que en la explosión de la pandemia. Ahí se apostó por aplicar pruebas masivas a gratuidad a quien así lo desee, las veces que desee; y a entregar sanitizantes en espacios públicos de manera constante, además de que su líder local, el alcalde Bill de Blasio, porta cubrebocas y lo impuso obligatorio a toda la población.

Pero mi abuelo murió así, con sus charlas pendientes y sus ganas de contar más cosas, en un país donde el mensaje desde el Estado es todavía “si no tiene síntomas no tiene por qué hacerse una prueba”, cuando está comprobado que hay un alto número de personas asintomáticas que andan por ahí, trasmitiendo el virus sin saberlo. Mi abuelo murió probablemente así: infectado por alguien más que no tenía conocimiento de su condición, porque simplemente no tenemos acceso a las pruebas.

Mi abuelo murió en un país donde no existe un liderazgo gubernamental que sea ambicioso, que proponga medidas disruptivas, innovadoras y certeras que logren contener o bajar esta tendencia del registro de cientos de muertos diarios, a la que no debemos habituarnos. “El hábito es como un cable; nos vamos enredando en él cada día hasta que no nos podemos desatar”, decía Mann.

Ayer murió mi abuelo, en Hermosillo, Sonora. Con sus pensamientos  a cuestas,  con su pasado y su herencia. En un país en el que, espero, no nos resignemos a estar diciendo adiós.

Sandra Romandía, periodista de investigación. Coautora de Narco CDMX (2019) editorial Grijalbo; y Los 12 Mexicanos más pobres (2016) editorial Planeta.

Google news logo
Síguenos en
Sandra Romandía
  • Sandra Romandía
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.