El horror no es algo que se necesite magnificar. Tiene, en sí mismo, una dimensión estremecedora. Un niño, tendido en la calle con dos o tres balas dentro del cuerpo, clamando que no se quiere morir a la vez que siente que deja de respirar, eso no hay manera de que pueda ser agrandado, así fuere que detrás de tan redundante propósito hubiere otros intereses, entre ellos, uno nada menor, el de denunciar que un Estado displicente e insensible ha desamparado infamemente a los mexicanos.
Los primerísimos responsables de esta gran tragedia nacional no sólo pretenden mirar hacia otro lado sino que no se sienten siquiera sujetos de escrutinio, por no hablar de que mienten de manera descarada para que no los salpique la deshonrosa vergüenza de consentir la escalofriante violencia de los canallas en vez de asegurar la quietud de la gente de bien.
México, de la mano de quienes no les confieren a las leyes su supremo valor, se ha convertido en el siniestro dominio de la muerte.
Pero, la dejadez gubernamental no sólo les ha dado paso franco a los delincuentes. Hay más: la ineptitud resultante de anteponer los dogmas a la razón se ha cobrado también cientos de miles de víctimas. El gran ejecutor de la catastrófica estrategia sanitaria para enfrentar la epidemia del SARS-CoV-2 —un tipo tan incapaz como vanidoso y ruin— prefirió desempeñar el papel de adulador en jefe del primer mandatario en lugar de emprender callada y eficazmente la tarea de disponer las medidas que se estaban adoptando globalmente para reducir la mortalidad del virus. Terminamos, debido a la incompetencia de tan nefario sujeto, por ser el primer país en fallecimientos de médicos y enfermeras, y la muerte de 300 mil compatriotas se hubiera podido evitar si los servicios de salud hubieran operado con un mínimo humanismo en lugar de desplegar una criminal irresponsabilidad.
El espanto del asesinato del pequeño Emiliano en Tabasco basta y sobra para esbozar la escalofriante realidad de una nación en la que se cometen 80 homicidios cada día. Pongámonos, sin embargo, en modo magnificador —con el perdón de ustedes, estimados lectores— y hagamos cuentas: en este sexenio, hay un millón de mexicanos muertos; 800 mil defunciones en exceso atribuibles a la pandemia, 180 mil ciudadanos asesinados y por lo menos 50 mil desaparecidos, por más que el oficialismo quiera maquillar las cifras.
Son números absolutamente aterradores, señoras y señores, y si en México la normalidad no fuera tan estrepitosamente anormal, los pobladores saldríamos masivamente a las calles para condenar a los gobernantes y exigir que se acabe la pesadilla.
No tendría que haber manera alguna, para el poder político, de evadir la abrumadora contundencia de estos datos. Pero, cuando te les pones enfrente a los fanatizados sectarios de doña 4T e intentas hacerles ver las cosas, te sueltan que estás “magnificando”.
Esperemos que lo que se magnifique este 2 de junio, ahí sí, sea el descontento popular.