La gesta fundacional del régimen de la 4T fue la cancelación de un aeropuerto que ya había comenzado a construirse, con la consecuente obligación de pagarle a los inversores el dinero que desembolsaron en el proyecto, el irracional desperdicio de los recursos gastados en la obra hasta ese momento y el posterior desvío de los fondos generados en la terminal de siempre, el vetusto AICM, para cumplir meramente con las nuevas obligaciones adquiridas.
A este colosal quebranto monetario hubo que añadir el costo de edificar… otro aeropuerto, tan remoto y de complicado acceso que los viajeros, primerísimos concernidos, no quieren utilizar.
No termina ahí el asunto: lo peor es que tan descabellada e insensata decisión significó una oportunidad perdida para México —otra más de las tantas que este país ha dejado pasar por sacrificar provechos en el altar de la demagogia y, sobre todo, por encontrarse bajo la férula de caudillos cuya máxima innegociable es “aquí mando yo”— en tanto que la Ciudad de México ya no pudo ser el gran centro de conexiones aéreas de nuestro subcontinente ni ufanarse de contar con el mejor aeropuerto de Latinoamérica, por no hablar del desarrollo económico que hubieran experimentado zonas de la aglomeración metropolitana como Texcoco y Ecatepec.
No sólo estamos hablando de los 300 mil millones de pesos tirados criminalmente a la basura —según las estimaciones de un auditor que, precisamente por no cuadrar sus cifras con las del oficialismo, fue perseguido por los comisarios gubernamentales— sino de lo que pudo haber sido y no fue, a saber, un brillante escenario de beneficios para todos: viajeros, turistas, vecinos, constructores, taxistas, trabajadores, industriales y el mentado “pueblo”, tan socorrido en los discursos pero, a la vez, tan necesitado de que los magros caudales del erario se dirijan a implementar programas públicos de verdadera utilidad social.
Ya no estamos presenciando la euforia inaugural que exhibieron los pretendidos transformadores al tirar por la borda uno de los más portentosos proyectos que se hubieran podido emprender en esta nación. Lo de ahora es el gran adiós, un componente de parecida trascendencia en la suprema trama que están representando y, en esa medida, debidamente destructivo en tanto que los adalides del movimiento no parecen haber desembarcado en el paisaje para edificar una sociedad próspera y solidaria; por el contrario, quieren dejar su huella hasta en los más recónditos rincones de lo público arrasando con todo, desde el referido aeropuerto hasta un sistema universal de salud, pasando por las estructuras que garantizaban, mal que bien, la seguridad ciudadana y, en estos mismos momentos, el aparato de la Justicia.
Las consecuencias de aquello, lo de acabar con un formidable proyecto aeroportuario, fueron ya lo suficientemente lesivas para la economía de México. Pero lo que nos va a caer encima ahora, la acometida en contra del Poder Judicial que ha emprendido el populismo autoritario, va a ser peor, mucho peor. Hablando, justamente, de oportunidades perdidas.
Estamos avisados.