La política no debiera ser cosa de insultos. Los adversarios en la arena electoral tendrían más bien que intercambiar ideas, proyectos de nación, visiones y propuestas. Ocurre, sin embargo, que el arribo al poder de los líderes populistas ha engendrado un muy preocupante deterioro de lo público: siendo la destemplanza y la brusquedad ingredientes básicos de su receta de comunicación, el discurso que resuena en el ágora no se sujeta ya al debido decoro y sus corifeos, entonces, se sienten también facultados para ser tan paralelamente groseros como toscos por imitación.
El político tradicional suele comportarse con una mínima urbanidad y no acostumbra demasiados excesos. El cacique vociferante, por el contrario, se solaza en traspasar límites e irrumpe en el escenario como un camorrista de barriada, gozoso de su matonismo.
Nos encontramos así en un mundo en el que no sólo no se guardan ya las formas sino que se recompensa a los más zafios. Miles de personas, al observar los pendencieros modos de los caudillos, se sienten validadas y legitimadas: no deben ya contenerse ni refrenar su violenta vulgaridad y, de tal manera, se transforman en fervientes seguidoras de personajes cuya mera ordinariez debiera, más bien, despertarles una saludable desconfianza.
Así las cosas, seremos testigos, a lo largo de esta interminable campaña electoral (ha durado más de cinco años, miren ustedes, aunque las reglas de la competición han sido extrañamente desiguales en tanto que los denuestos que ha merecido a diario la oposición han resonado ni más ni menos que en el palacio presidencial), de muy descomedidas invectivas y toda suerte de injurias.
Son los cánones en vigor, según parece. Ahora bien, quienes hayan decidido participar en la contienda saben a lo que van. Además, en las campañas se aparece siempre el espantajo de la llamada “guerra sucia”, o sea, se fabrican falsedades sobre el candidato de enfrente, se lanzan acusaciones que no tienen sustento alguno y se propalan arteramente rumores para consumo directo de los votantes.
Estas durezas valen para mujeres y hombres. En lo que toca a Xóchitl, una de las candidatas, siempre habrá, por ahí, algún comentarista perfectamente dispuesto a lanzarle despectivas infamias. No es violencia de género, con perdón. Es simplemente el precio a pagar por haberse metido al campo de batalla.