Las intenciones de los gobernantes, aquí y allá, suelen ser muy parecidas: acabar con la pobreza, crear más bienestar, promover una economía más competitiva, reducir la desigualdad, salvaguardar los intereses nacionales, etcétera, etcétera, etcétera. Pero, a algunos jerarcas se les pasa la mano, como ya sabemos, y no formulan propósitos tan templados ni razonables sino que revisten sus designios de fieras retóricas populistas porque necesitan complacer, antes que nada, a sus clientelas: Trump es uno de ellos y se permite el hombre, de tal manera, vomitar ofensas y lanzar escandalosas bravatas prácticamente todo el tiempo. Nosotros, los mexicanos, hemos estado constantemente en la mira del personaje y nos pudiéremos considerar entre sus primerísimos agraviados. No nos ha tocado, con todo, ser categorizados como un “país de mierda”. Todavía no. Y mientras sigamos haciendo los deberes —a saber, cerrándoles duramente el paso a los emigrantes de Centroamérica que pretenden cruzar el territorio nacional para alcanzar los Estados Unidos— podremos aspirar a rangos menos infamantes en la clasificación personal del actual inquilino de la Casa Blanca.
Y, pues sí, uno de los rasgos más visibles de los demagogos es justamente la provocación. A diferencia del político mesurado que cultiva la prudencia, el populista se solaza en los excesos y practica un calculado descomedimiento. Pretexta, para validarse, que sirve los intereses superiores de la nación y se erige, él mismo, en representante directísimo de la voluntad popular. Sus seguidores, mientras tanto, sienten legitimadas sus propias intemperancias porque, al advertir que el escarnio se ejerce abiertamente desde el poder, no sienten ya que la intolerancia o el sectarismo deban ser disimulados sino que ellos mismos pueden exhibirse zafios e inciviles. La tosquedad, de pronto, ya no es vergonzante sino que ha adquirido cartas de naturalización. Cuando Trump bramaba, en los actos de campaña, que a Hillary Clinton había que “encerrarla”, se le sumaban miles de adeptos vociferantes en una muy inquietante manifestación de furia multitudinaria. La masa se convertía así en una horda predispuesta a la barbarie porque el adversario político ya no era un simple contendiente que participaba en un proceso democrático sino alguien a quien había que enjaular casi como a una bestia, un enemigo fabricado expresamente para no merecer ya las más mínimas consideraciones.
Aquí, un antiguo seguidor del presidente de la República hubo también de enfrentar a una masa hostil por el mero hecho de intentar que se escuchara su voz en la plaza pública donde tienen lugar las protestas de todos los mexicanos. Javier Sicilia, los miembros de la familia LeBarón y los centenares de manifestantes que los acompañaron al Zócalo de la capital el pasado 26 de enero luego de haber emprendido una marcha desde Cuernavaca, no son ya víctimas directas de la aterradora violencia que padecemos en este país sino personas que deben ser acalladas en la calle por una turba de intransigentes exaltados.
Vemos fanatismo puro, o sea, en los mítines de Trump y en nuestra Plaza de la Constitución, por no hablar de los actos tumultuarios de adhesión que promueven en otros pagos quienes se sirven de las masas para intimidar a sus opositores sin aparecer como abiertos represores porque no están utilizando la fuerza pública del Estado. La justicia la hace entonces el pueblo —o un sector de la población que pretende arbitrariamente representarlo— y quien lanza las acusaciones, o las condenas, es una multitud amparada en el anonimato de sus integrantes y, precisamente por ello, peligrosamente dispuesta al enardecimiento salvaje.
Estamos hablando de la disposición espontánea de un grupo más o menos numeroso a enfrentarse a quienes no se aglutinan incondicionalmente a su causa y que, por enunciar tan sólo una escueta demanda ciudadana, adquirirían la condición subsidiaria de individuos sin el derecho a expresarse, como en el caso de Javier Sicilia y sus acompañantes. Pero ¿era necesaria siquiera la intervención de los partidarios de la 4T para intimidar a quienes se manifestaban? ¿Qué peligro puede representar un poeta herido por una atroz tragedia familiar y qué tan amenazantes son los LeBarón luego de que unos canallas asesinaran a sus mujeres y quemaran vivos a sus hijos? ¿En qué momento se volvieron enemigos a combatir? ¿Son acaso un estorbo en el camino? Hillary, después de todo, le disputaba a Trump el cargo que él tanto ambicionaba. La imagen de esos seguidores suyos que coreaban “¡enciérrenla, enciérrenla!” es muy perturbadora pero las escenas de una turba que insulta a quienes han sobrellevado el sufrimiento más extremo —eso, el dolor, y nada más, es lo que había en la plaza adonde fueron— es mucho más alarmante.
No queremos vivir en un país así. Aspiramos a que la gran transformación de la vida nacional nos lleve a ser más civilizados, más tolerantes y, sobre todo, más humanos. Ése es también el mensaje que esperamos del poder, ahora más que nunca.
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