Nos podemos preguntar hasta qué punto el fútbol mexicano es el reflejo de cómo se mueven las cosas en este país.
No ha ocurrido, hay que decirlo, una suerte de 4T en la estructura del balompié azteca: los dueños siguen mandando, los equipos suben y bajan sin problema alguno (o sea, que bajar no los lleva a las aguas pantanosas de una “segunda división” –o como la quieran llamar aquí, justamente, los potentados de doña Liga MX— sino que es meramente asunto de pasar a la caja registradora, de apoquinar unos millones por ahí y, Aleluya, todos tan tranquilos de poder seguir en las altas esferas de la competición), los árbitros exhiben muy extraños modos, los equipos contratan mayormente a extranjeros de medio pelo, las fuerzas básicas son, en efecto, excesivamente básicas y, en fin, un enorme país de 130 millones de habitantes no logra armar un equipo de 13 jugadores con los tamaños que se necesitan para sacar pecho en el resto del mundo.
Y, pues sí, Japón, con el mismo número de pobladores, no es tampoco una gran potencia futbolística pero allí no roban, hacen muy buenos coches, fabrican excelentes cámaras fotográficas y no dejan que los sicarios ejecuten a unos vecinos por no pagar el mentado “derecho de piso”.
Los altísimos responsables de la cosa futbolística en Estados Unidos Mexicanos quieren que que todo mejore. Es cierto, hay mucho por hacer.
Pero, qué caray, mientras el balompié azteca siga siendo un buen negocio y que no importe verdaderamente que los árbitros sean los grandes protagonistas de las finales –por no hablar de tantas otras cosas, entre ellas, el descuido que merece la cantera o el desinterés por los jugadores nacidos en nuestra patria—todo seguirá igual.
Así funciona la mayor parte de la realidad en México. En efecto, el fútbol es un gran espejo de lo demás.