
¿Dónde ocurrió? Durante la conferencia matutina del presidente Andrés Manuel López Obrador. ¿Cuándo? El jueves 21 de enero. ¿Quién hizo “la pregunta”? Nancy Flores, reportera de la revista Contralínea. ¿Qué preguntó? Difícil precisarlo. ¿Qué dice la versión estenográfica? Aquí una transcripción abreviada: “(Presidente) ¿han evaluado volver a presentar los gastos del Instituto Nacional Electoral … pues pareciera que en realidad ellos no tienen gastos suntuosos y que no tienen excesos en su gasto …, cuando en realidad los consejeros electorales sí tienen exceso en su gasto, es decir nosotros les pagamos hasta el vehículo con chofer, la gasolina de ese vehículo en el que se desplazan … entonces, preguntarle si van a pormenorizar estos gastos para que a la gente le quede claro que sí hay un gasto excesivo en el Instituto?”
¿Cuántas palabras fueron utilizadas en total para formular la pregunta? Más de mil 200. ¿Eran todas necesarias? Habrían bastado alrededor de quince. Es problemático para cualquier conversación cuando alguien coloca signos de interrogación al principio y al final de una frase que no busca averiguar sino confirmar convicciones previas. También lo es que la pregunta no contenga las palabras qué, cómo, cuándo, por qué, dónde, cuánto o quién, ya que entonces se trata de una afirmación disfrazada.
Este ejemplo de la reportera Flores rebasa el escenario de la conferencia presidencial. Es cuestión masiva y cotidiana olvidar la relevancia de una pregunta bien formulada. Y, sin embargo, la calidad de las interrogantes es definitiva en la obtención de los saberes.
Sócrates fue el primero que propuso este argumento: los seres humanos somos animales que interrogan. Sin preguntas no hay conocimiento y sin “logón” no hay ser humano. Zoon logón echón (animal que posee conocimiento) es el término que Aristóteles utilizó para definir a nuestra especie.
Una respuesta correcta solo puede ser hija de una pregunta correcta, o puesto en términos del poeta E.E. Cummings: “Siempre una bella respuesta será obtenida gracias a aquel que hizo una pregunta aún más bella”.
No obstante, es dado que en vez de interrogar busquemos confirmar, con una falsa pregunta, lo que suponíamos antes de su formulación.
La mataste ¿verdad?, cuestiona el reportero primerizo suponiendo que en un paroxismo de sinceridad el presunto asesino confesará su culpa.
Andamos tan ocupados en el espectáculo y la inmediatez que interrogar para conseguir piezas de verdad ha pasado a ocupar un segundo lugar.
En vez de interrogar para mejorar el conocimiento de las cosas, preguntamos con la intención de proteger ideas o concepciones que pudieran verse amenazadas. También solemos hacerlo con el objeto de descubrir los puntos frágiles –el talón de Aquiles– de las personas con quienes sostenemos interlocución.
Otros cuestionamos para presumir nuestra famélica sabiduría y de paso hacer explícita nuestra superioridad sobre el resto de los mortales.
No hay conferencia que se salve de ver aparecer uno o varios sujetos a quienes les habría fascinado ser el conferencista y, con tal de salir de la frustración, aprovechan la sesión de preguntas para dar lecciones y recitar convicciones.
Por lo general estos episodios concluyen con un shisheo que quisiera poner límites al ego del espontáneo, pero ni así los interfectos logran escapar de la arrogancia que caracteriza a quien no sabe preguntar.
Otra forma de incapacidad para la interrogación es la que padecen aquellas personas que, en vez de buscar respuestas con sus preguntas, quieren agradar a la persona interrogada, o bien aprovechan cuantas palabras pueden proferir para concitar su aprobación.
Almíbar disfrazado con signos de interrogación no califica tampoco como pregunta. Solo sirve para conseguir una caricia sobre el lomo desgastado del halagador.
Tanto la arrogancia del pendenciero como la lisonja del adulador son malas consejeras si lo que se quiere es obtener respuestas puntuales a través de preguntas correctas.
Ciertamente una buena interrogante requiere una dosis alta de humildad. Si ya se conoce la respuesta, para qué preguntar. Quien interroga con ánimo de saber es porque no lo sabe todo. No cuenta con todas las piezas, no ha logrado establecer una relación causal, o bien desconoce los nombres de las personas o los factores detrás de los eventos.
Si se interroga para completar los huecos no tiene sentido saturar la pregunta con lo que sí se conoce.
Quien pregunta ha de enfrentar con valentía el riesgo de obtener una respuesta que le obligue a reconsiderar creencias, hechos o explicaciones anteriores. Si no existe la posibilidad de reconsiderar, ¿para qué molestarse en preguntar?
Advierte el psicólogo Adam Grant en su libro Piénsalo otra vez (Paidós, 2021) que en cada ser humano hay un predicador, un fiscal, un político y un científico. El primero se esmera por divulgar su verdad, el segundo en ganarla destruyendo los argumentos del adversario, el tercero quiere asegurarse el mayor número de seguidores y el último intenta hacer preguntas que ayuden a crecer su comprensión de las cosas, las personas y el entorno.
Los tres primeros son generalmente interrogadores deshonestos. No les interesa el conocimiento, sino defender el mundo tal cual les conviene que sea percibido.
Bien haríamos en abrirle más la puerta a la voz científica que cada cual lleva dentro. La vida sentimental, laboral, amistosa, profesional, espiritual, creativa será mejor cuanto mayor sea nuestra habilidad para escaparnos de nuestras cárceles mentales a partir de preguntas bien pensadas.
No preguntamos cuando preguntamos porque tememos la subversión que ocurre ante contestaciones inesperadas. Nos asusta la eventualidad de mudar de ideas.
Diría George Bernard Shaw que “aquellas personas que no puedan cambiar de opinión no podrán nunca cambiar nada”. Tampoco serán capaces de adaptarse a un mundo definido por sus dramáticas y frecuentes transformaciones. Hoy más que nunca, practicar con gracia el arte de preguntar es sinónimo de adaptación y por tanto de supervivencia.
Ricardo Raphael
@ricardomraphael