El notario es una herencia romana a la que, como conocedores expertos de la ley, la ciudadanía acudía en búsqueda de certidumbre jurídica. Su llegada a México se debe a la herencia española y durante el siglo XIX que atestiguó condiciones de inestabilidad como la independencia mexicana, dos imperios o más de 50 presidentes, vio el inicio de la consolidación de un notariado mexicano que sería entonces esencial para un país que estaba naciendo y necesitaba de este tipo de funcionarios que contribuyeran en la generación de condiciones de certidumbre jurídica.
Falleció José Juan, un empresario mexicano que radicaba en EE. UU. con su esposa e hijos. Su familia sabía que José Juan tenía propiedades en México y querían ver el trámite de la herencia y la venta de los bienes, pero les resultaba complicado ir a su país para arreglar todos esos pendientes. Tras preguntar en varios lugares y hablar con algunos familiares, lo mejor fue contratar a un abogado al que le darían un poder legal y así los representara en México. Se les plantearon dos opciones para darle el poder al abogado: ir a México a tramitarlo ante notario o sacar cita en el consulado mexicano para tramitarlo. Vieron que ir a México implicaba, además de los gastos de viaje, sacar una cita en la notaría, al menos dos semanas para trámite y pagar entre cinco y seis mil pesos por el poder legal; por otro lado, la cita en el consulado mexicano en EE. UU. vieron que para hacer el mismo trámite podían sacar una cita en cinco minutos desde el portal de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SE), pagar 163 dólares (aproximadamente 2 mil 900 pesos) y el mismo día que lo solicitaban salían a más tardar a las cuatro de la tarde con su poder legal. Obviamente optaron por la opción más rápida y barata.
Este tipo de situaciones se replica con frecuencia fuera de México y existe la ruta consolidada para apoyar a los connacionales en trámites más eficientes sin dejar a un lado su fuerza legal. Basta con ver la vinculación entre el Código Civil de la Ciudad de México, la Ley del Servicio Exterior Mexicano, la Ley del Notariado para la Ciudad de México y nueve normas más que hacen posible que los actos de fe pública sean igualmente emanados por servidores públicos con la misma fuerza. Un ejemplo que pone de manifiesto, con evidencia verificable, un planteamiento de algo que bien se sabe: es cuestión de tener fe (pública) reconocida en ley para poder brindar un acceso más rápido y barato con tecnología y voluntad a esa facultad originaria del Estado que hoy impide o inhibe la búsqueda de condiciones de certidumbre.