En nuestro país la pena de muerte se abolió completamente en el año 2005, aunque existe legalmente en un buen número de naciones. Desde el punto de vista moral a lo largo de los siglos se aceptó la licitud de esta pena aplicada por la autoridad. Sin embargo, se ha ido llegando a una mayor conciencia sobre el tema desde varios puntos de vista.
En la Iglesia Católica se puede apreciar un interesante cambio al numeral 2267 del Catecismo, con el cual se lleva cabo una precisión. El texto anterior constataba primero que, tradicionalmente, no se excluía el uso de la pena de muerte a condición de que fuera "el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas". Después aclaraba que, si bastaban los medios incruentos para proteger a las personas, había que atenerse a tales medios incruentos y no a la pena de muerte. Añadía además que en las circunstancias actuales sería muy raro tener que recurrir a la pena de muerte como algo necesario.
El 2 de agosto de 2018, el papa Francisco decidió que se diera todavía un paso más y mandó que se modificara el texto de ese numeral Catecismo, que queda de este modo: "Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común. Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves.
Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente. Por tanto, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona», y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo".
El paso dado por Francisco está en la línea que la versión anterior ya proponía, pero se vuelve más exigente apoyándose en tres puntos, que son la dignidad humana, la naturaleza de las sanciones penales y la existencia de medios más eficaces para defender a las personas y para que cambie el agresor. El cambio, por tanto, no se halla en los principios morales, sino en su aplicación para nuestro tiempo.
Pedro M. Funes díaz**Doctor en Teología