El titular del Bild alemán lo fraseó con mayor precisión que nadie: “Europa atmet auf”, “Europa suspira de alivio”. Y una buena parte el mundo —la mejor, quiero pensar— con ella: tal es la reacción que compartimos todos los convencidos de que la democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás ante el pase de Emmanuel Macron a la segunda vuelta de las elecciones francesas. Llega a ella no sólo un par de puntos por encima de la temida Marine LePen —aquella de la eurofobia y la islamofobia, del proteccionismo económico y el nacionalismo político— sino con la adhesión tanto del republicano François Fillon como del socialista Benoît Hamon, detentores del tercero y el quinto lugar en la primera vuelta. (Al momento de escribir estas líneas, Jean-Luc Mélenchon, candidato del movimiento de izquierda populista La France Insoumise que obtuviera el cuarto sitio, no ha manifestado su apoyo a ninguno de los dos punteros… ni parece tener intención de hacerlo, lo que constituye el único nubarrón en el panorama de Macron hasta el momento). No sólo son buenas noticias: son extraordinarias. Aunque con cautela, mucho hay que festejar. Sin duda el freno que representa Macron a las aspiraciones presidenciales de una LePen que —lo sabido no lo hace irrelevante— se perfila como la versión francesa de Donald Trump pero, sobre todo, la identidad misma del candidato puntero, los valores que representa en un entorno mundial enrarecido del que Francia no es sino laboratorio.
El proceso electoral ha sido atípico. Por primera vez en la historia de la Quinta República francesa —es decir desde 1958— un presidente en funciones (a la sazón un François Hollande lastrado por su impopularidad) no se postula para su reelección para un segundo periodo. Por primera vez también, la elección no se disputa entre el partido tradicional de centro derecha (el RPR y las formaciones que le sucedieran: el UMP y, ahora, Les Républicains) y el Partido Socialista, que han alternado en el poder a lo largo de seis décadas. Todo parecía indicar que el Frente Nacional fundado por el padre de Marine LePen, formación otrora marginal que coquetea con la extrema derecha populista y que ha conocido un preocupante crecimiento en los últimos 15 años, capitalizaría el descrédito de los partidos tradicionales. Con su movimiento En Marche! (¡En Marcha!), fundado apenas el año pasado, Macron parece haber no sólo echado por tierra esa amenaza sino encarnar una visión política novedosa, ajena a los ejes tradicionales de la política pero respetuosa de las instituciones y los procesos democráticos.
Emmanuel Macron pertenece a la elite —estudió en la prestigiada ENA, fue no sólo banquero chez Rothschild y ministro de Economía con Hollande sino asistente de investigación de Paul Ricoeur— pero no a la clase política tradicional en la medida en que ésta es su primera postulación a un cargo de elección popular. Más cercano a los círculos financieros pero también intelectuales, ha sabido capitalizar el aliento ciudadano que ha dado lugar a formaciones como El Río en Grecia, Elección Cívica en Italia, NEOS en Austria y Ciudadanos en España sólo que, con su muy posible triunfo en estas elecciones, ha colocado su movimiento —a diferencia del resto de sus contrapartes europeas— más allá de lo testimonial. Proeuropeo y respetuoso de la diversidad cultural y religiosa, abierto a la inmigración y comprometido con la agenda ambiental, partidario de la Tercera Vía, entiende la política contemporánea no como una oposición entre izquierdas y derechas sino entre progresistas y conservadores. Más aún, no parece rehén del neopopulismo heredero del imperio ideológico de las redes sociales: bien dispuesto a la provocación en sus declaraciones (a veces demasiado, hay que decirlo), su huella digital y su recurso a trolls y bots se antojan mínimos comparados con
los de sus adversarios, lo que,
con su actual situación de puntero, bien podría apuntar a una sobrevaloración del impacto de Twitter en la construcción de la imagen pública y los resultados de los procesos electorales.