Sociedad

Vernos

  • Criando Consciencia
  • Vernos
  • Nadja Alicia Milena Ramírez Muñoz

Mi madre nunca me abrazó mientras fui niña. No pudo. 

Estaba rota y, además, quien había detonado la bomba que la destrozó, me mantenía de rehén en el mismo espacio que habitábamos juntas, sin vernos, sin tocarnos.

Cuando perdí a mi primer hijo, aún en la fría plancha del hospital, rodeada sólo de personas bienintencionadas, pero extrañas, mi madre, a una llamada de distancia, me dijo “que bueno, así puedes volver a estudiar y dejar de jugar a la casita”.

Cuando mi esposo me abandonó el día de mi cumpleaños, embarazada de cinco meses y sin un peso en la bolsa, mi madre me citó junto a mis hijos. 

Creí que nos invitaría a su vida pero no, me dijo que ella jamás había querido ser madre, mucho menos abuela, que no contara con ella.

Nunca tuve madre en el sentido más amplio de la palabra.

Tuve una cuidadora. Una mujer que, en parte por sobrevivencia, deber y consciencia de lo que es correcto, nos acostó todas las noches a las ocho de la noche, bañados y cenados. 

Que trabajó de todo, incluso en cosas que la hacían sentirse herida, para alimentarnos. 

Una mujer que limpiaba de noche la suciedad imposible del hombre indiferente, ajeno y violento con el que procreó.

Esta mujer que no amamantó porque tuvo que regresar a trabajar de inmediato o no había comida. 

Esta mujer que soportó golpes, dientes rotos, violaciones, precarización, violencia económica y de todo tipo porque nosotros ya existíamos y ella tenía demasiado miedo de volver a casa, porque le dijeron que una vez fuera, ya no sería su casa.

Esta mujer, al final de sus días fue la amiga que necesité. 

La escucha que ambas tejimos entre nosotras fue necesaria para repararnos todas las heridas infligidas alrededor de años y años de vínculos obligatorios, resguardados por el deber, mas no por el libre albedrio de elegir el amor.

Mi madre al final pidió ver sus nietos y disfrutaba de mi presencia, y no por el sentimentalismo de quienes están a punto de morirse, sino porque antes de la enfermedad, finalmente, se sintió en la libertad de elegir y la enfermedad le volvió a quitar eso.

No hablare ahora de esos terribles momentos porque lo que trato de nombrar es lo siguiente:

En los últimos años mi madre y yo nos elegimos. No como madre e hija, sino como personas con una dolorosa historia compartida que elegían amarse libremente, sin estereotipos ni expectativas.

Claro que siempre me quedaré con el hueco que se me instauró en el pecho desde la niñez: la idea de la mamá que quise tener, que todos merecemos tener, pero que rara vez existe en realidad. 

En cambio, llené mi vida de la mujer que me crió valientemente, que luchó, que se desangró sin habernos siquiera elegido, y que finalmente me recibió en su vida como su amiga, colaboradora, admiradora, defensora y mujer consciente de que, aunque los vínculos son complejos y rara vez son lo que esperábamos, la victoria está en las elecciones que asumimos sobre ellos.

Ella y yo, pese a la violencia, pese al dolor, pese a las heridas abiertas que nos hicimos la una a la otra, logramos, finalmente, vernos.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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