Se acerca el 8 de marzo y la cacería de brujas comienza.
Por generaciones y generaciones los hombres nos han dicho: mujeres juntas, ni difuntas; la peor enemiga de una mujer es otra mujer.
Y así, mil refranes, frases, y sobre todo esquemas sociales de poder que refuerzan los enfrentamientos entre mujeres y la competencia desleal por mejores puestos laborales, hombres con mayor poder, puestos políticos y de liderazgo de opinión, entre otros.
A través del feminismo, las mujeres hemos poco a poco derrumbado esos muros y nos hemos hermanado con nuestras congéneres, sin embargo, sigue siendo un ejercicio sumamente complejo, sobre todo porque muchas mujeres aún siguen replicando estas conductas patriarcales de violencia y competencia entre nosotras.
Cuando era pequeña, eran las niñas las que me escribían cartas instándome al suicidio, y un niño, uno solo, el que me defendía.
Eran también las niñas las que fingían invitarme a jugar para después tenerme persiguiéndolas por toda la escuela, todo el recreo, mientras se reían de mí.
Luego, fueron las amigas más cercanas quienes se burlaron de mí porque mi mamá no podía comprarme ropa de moda, porque no me gustaba ningún artista varón y porque (con cuánta razón) decían que era lesbiana.
Crecí con una herida profunda y grave en la que siempre mantenía mi autenticidad muy enterrada, muy en el fondo, muy lejos de la luz, por temor a que la tomaran y desagarran nuevamente.
Navegué con bandera de tibia por tantos años, que me da vergüenza.
Nombraba colectivo a mi trabajo individual para involucrar a mujeres a quienes amaba, que al final me dieron la espalda.
Me escondía en tecnicismos y en silencio.
Luego nació mi hija.
Y con ella algo cambio en mí. Ya no podía seguirme escondiendo de mis congéneres, ya no podía seguir en silencio ante sus ataques, no podía creer que ése era el vínculo que las mujeres estábamos condenadas a transitar.
Entonces saqué a la luz mi verdadera yo.
La ansiosa, la deprimida, la feroz, la que lucha, la que se valora, la que se defiende. Pero también la que es capaz de sentir empatía por la loba deseosa de sangre, la que mira a aquella otra mujer que la ataca
como una mujer que aún no se libera de las sombras, que aún no enciende su luz a la luz de las otras.
Que, también es oportuno señalar, a veces esas mujeres deseosas de la sangre de otras mujeres, deseosas de los hogares, los trabajos, los proyectos y los sueños de otras, no tienen absolutamente ningún deseo de aprender y cambiar para unirse a la manada en paz.
Y la manada debe estar atenta a ellas.
Entendí mucho. Fui capaz de sentir compasión por todas esas mujeres que me odiaron y a quienes odié.
Lo hice en función de mi hija, de mi madre, y de la necesidad de tender puentes entre mujeres.
Entendí que la necesidad de arroparnos entre nosotras es más urgente que saber quien tiene la razón, que señalar a aquellas que aún agreden de manera patriarcal es necesario para mantener segura a la manada, pero hacerlo con compasión es un arte, que a veces es necesario y otras, (créanme, lo sé) no tanto.
Entendí todos los grises y todos los matices, o al menos los que soy capaz de entender en este momento de mi existencia y mi paso por el mundo.