Cuando era niña tenía un libro sobre Gnomos y uno sobre Antroposofía.
Le dejaba comida a las hadas y ropa a los gnomos.
Soñaba con crecer, tener una familia y hornear pan con un mandil blanco, tener mi huerto de manzanas y hierbas olorosas y sonreír mientras hacía la mantequilla para el día mirando a mis hijos buscar gnomos desde la ventana.
Crecí rodeada de pedagogía Waldorf y romantizando al cien los cuidados y la maternidad.
Vaya encontronazo me di al tener hijos en un ambiente solitario, precarizado, lleno de presión social y expectativas a mis veintiún años (según me esperé a tener una edad adecuada para tener hijos).
Lo cierto es, que, si la vida fuera más simple, como antes que el sistema capitalista explotara y se lo comiera todo, tal vez así sería la vida de muchas,
nuestra carne sería de libre pastoreo y hornearíamos diario pan, pero la vida no es así.
Hoy en día la vida simple tiene un costo bastante elevado, que es
precisamente tener recursos para sostener la vida sencilla mientras alguien corre con todo lo demás: probablemente una niñera, personal de limpieza, un salario lo bastante generoso como para permitirnos todo esto y jugar a las casitas de muñecas.
Estábamos platicando en un grupo de magia que la cocina es un tipo de alquimia, una magia tan primitiva que se ha integrado en la cotidianidad pasando
desapercibida y que incluso actualmente se ha automatizado de una forma que sirve al sistema:
se cocina para mantener vivos a las crías y las personas que sostienen el sistema o son o serán fuerza de producción, nada más alejado de la
magia, que no es utilitarista, sino que honra la vida y sus tiempos.
¿Cómo podemos conservar el amor y el placer, la magia y el misticismo del cocinar si se tiene que hacer forzosamente tres veces al día, en una cocina minúscula, con ingredientes que a veces nos cuestan muchos desvelos poder costear?
¿Cómo volver a disfrutar de la presencia que el acto de preparar alimentos para sostener la vida debería traernos?
Por eso, cuando compro comida fuera de casa me gusta sonreír y agradecer a esas mujeres que están capitalizando su capacidad de alimentar a otros, por eso cuando una madre autónoma sale adelante vendiendo empanadas (como mi madre lo hizo), me resulta maravilloso y mágico:
esas mujeres no sólo cocinan para sostener la vida de los suyos y la propia, son capaces de sostener a otros y, en colectividad transmitir placeres y bienestar, siendo una revolución en sí misma.
Las doñitas que venden tamales y champurrado en la esquina de tu trabajo están sosteniendo el mundo con las manos, saciándote e inundando de placeres tu trayecto.
Seamos más agradecidos con ellas y valoremos más el esfuerzo que hace la mujer que cuida y cocina en casa, no es sencillo mantener un sazón delicioso cuando se está cansada, triste o preocupada.