Política

Feudalismo narco

El asesinato en Chihuahua de los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora que trataron de proteger a un ciudadano de la ira letal de un apenas aprendiz de “capo”, fue y será definitivamente un parteaguas en una de las más frustrantes estrategias contra el crimen en que ha incurrido régimen federal alguno. Debe ser en realidad terrible para López Obrador que señalamientos como aquel del general Glen VanHerck, jefe del comando norte de las fuerzas armadas de Estados Unidos, quien el año pasado afirmó que las organizaciones delictivas operan en México hasta en una tercera parte de su territorio, se traduzca en una verdad que, al parecer, no aceptará reconocer jamás el mandatario. Al contrario, éste fustiga severamente por ejemplo al senador republicano Marco Rubio quien afirmó “celebrar” que AMLO no haya asistido a la Cumbre de las Américas ya que, dijo, además de su favoritismo por los dictadores, tiene a un México dividido y entregado por pedazos a los narcotraficantes.

Lo cierto es que distintas asociaciones privadas y hasta el propio gobierno han advertido que son al menos 16 las organizaciones delictivas dominantes en el país. No son solamente los cárteles de Sinaloa o el Jalisco Nueva Generación, aunque sí los de mayor presencia y fuerza nacional, sino que subsisten muchos más como los carteles del Golfo, Noreste, Zetas, algo de los templarios y familia michoacana, los guerreros unidos, viagras y rojos en Guerrero y colindancias, algunos más en el centro del país como el sobreviviente Santa Rosa de Lima y hasta en la capital del país como la Unión Tepito o el Cartel de Tláhuac. Lo más grave es que de todos ellos emanan grupos afines, colaboracionistas o adjuntos, lo que multiplica exponencialmente el número de organizaciones criminales en muy buena parte del territorio nacional y que frecuentemente chocan con violencia por sus espacios, realizan alianzas o emprenden verdaderas luchas de confrontación. Un ejemplo de ello es que de la guerra entre los cárteles de Sinaloa y el denominado “La Línea” en Chihuahua, emergió de este último el brazo o grupo de “Los Salazar”, precisamente al que pertenece “El Chueco”, señalado como el asesino de los jesuitas en Urique.

En esa región de la Sierra Tarahumara la situación es en efecto bien conocida pero desatendida totalmente. De suyo ya hay una estela de crímenes perpetrados que prácticamente han quedado impunes. Fue el caso del ambientalista rarámuri Isidro Baldenegro, quien se opuso a la tala ilegal y fue baleado y muerto en 2017, o de la periodista Miroslava Breach, asesinada ese mismo año en Chihuahua por denunciar los nexos entre los narcotraficantes y los políticos en la misma zona, o del montañista estadounidense Patrick Braxton, a quien “El Chueco” confundió con un agente de la DEA y lo asesinó en 2018, al igual que al activista Cruz Soto Caraveo.

Se sabe bastante del asunto y el gobierno actual pretende encubrir, negarse de plano a toda responsabilidad en ello, lo cual se suma a una actitud en la que López Obrador actúa a su modo de manera evasiva, culpando al pasado, a los “frutos podridos” del neoliberalismo y otras vaguedades. Y, lo peor, no está dispuesto a ningún cambio en su estrategia, a su fracasada “construcción de la paz”, a su visión de considerar que hay formas de ir a las “causas” cuando ya los efectos están presentes. Fue casi indignante ver la manera en que “adaptó” el severo, aunque cuidadoso señalamiento papal en referencia al asesinato de los clérigos jesuitas, al mostrar el pontífice tristeza ante un México plagado de homicidios y del cual el presidente sólo toma la frase de que, más le conviene, la de que violencia genera más problemas para justificar su absoluta falta de operatividad y de eficacia en la lucha contra una delincuencia cada vez más proliferada, más sangrienta y sin duda más fuerte. Con las fuerzas armadas y de seguridad prácticamente maniatadas, no osa traspasar el umbral de que la ley requiere de acciones firmes y hasta punitivas para respetarse y ejercerse. Por ello, como ha sido afirmado, indudablemente queda la sensación de tolerancia hacia las organizaciones criminales.

Mientras, los capos ensoberbecidos, crecidos cada vez más, ejercen su mando y control prácticamente como si fueran señores feudales. En su territorio son señores de horca y cuchillo, dueños de los bienes y las vidas de los demás. Qué tristeza da ver este panorama, mientras que los altos funcionarios, incluido un directamente involucrado como el secretario de Gobernación, se embriagan de poder, realizan campañas abiertas sin temor a los ordenamientos electorales, realizan mítines en su “día de descanso”, festinan, bailan al ritmo de la “pollera colorá” o lo que se ocurra, mientras el país se divide y forma un siniestro tablero en el que impera el crimen, la muerte y la evidencia de que se va indefectiblemente al estado fallido y a la decadencia de las leyes.

Miguel Zárate Hernández

miguel.zarateh@hotmail.com

Twitter: @MiguelZarateH

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