Durante siglos la humanidad no tenía paz tal como ahora la concebimos. Se consideraba que la autoridad tenía derecho sobre todos los componentes de la sociedad, sea para ordenarlos, desaparecerlos o expropiarlos. Siglos después, poco a poco la autoridad se reservaba el control de ciertas actividades de la sociedad y las manipulaba a su real entender. Otros pocos siglos después las sociedades pugnaron frente al poderoso por delegar en un grupo de personas las decisiones sobre algunos aspectos importantes de la vida social y económica de los pueblos. Nacieron los congresos y en algún momento la elección de algunos de los miembros de los después sería el congreso. En fin, llegó la democracia y se aceptó la elección popular para dictar las leyes y vigilar su cumplimiento. El poderoso ahora sólo controlaba a algunos miembros de ese congreso y a la fuerza pública, casi siempre militar, que hacía cumplir las leyes y castigar el incumplimiento. Un excelente libro del filósofo francés, Michael Foucault, titulado “Vigilar y Castigar” da cuenta de cómo se pensaba y se aplicaba lo que llamaban leyes. Leerlo es una manera de revisar comprensiones y modos en ese terreno de leyes, dictadores, congresos, senadores y hombres “fuertes”.
Así, llegamos a la revolución francesa de finales del siglo dieciocho. Ese movimiento ha sido uno de los más importantes en la historia mundial pues discutió y proclamo lo que se llamó los “derechos del hombre”, cuya vigencia en lo sustancial ha sido y es la inspiración del modo democrático de relación entre autoridad y población, y por consecuencia del modo de revisar la acción de la autoridad y sancionar la legalidad de los actos de esa autoridad.
Una expresión ayuda a comprender la sustancia del avance de la democracia republicana: pasamos de “vivir bajo la ley del más fuerte a convivir con la fuerza de la ley”. Ideal, por cierto, aún en proceso de vivirse plenamente.
La relación entre sí de los poderosos y la relación del poderoso con el pueblo llano y con sus miembros de manera individual, es una relación constantemente perfeccionada mediante un sinnúmero de procesos populares o gubernamentales. Ese perfeccionamiento permite construir una vida personal, grupal, comunitaria y colectiva controlada por las disposiciones generales de la ley, elaborada, justificada y aprobada por los organismos democráticos por excelencia: congreso de diputados y senadores.
Sin embargo, con todo y esas “linduras” de procesos, hoy se mantiene la realidad de personas, grupos y naciones, que inconformes con alguna situación, estiman que hay razones para optar por la fuerza para hacer valer su petición o decisión frente a los opositores y relegan a un rincón la paz construida por esas leyes. En el terreno de las naciones en su conjunto, se dispone de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para resolver los diferendos entre naciones de ese grupo mundial. Entre regiones específicas del mundo y para actividades específicas, economía, seguridad, ciencia y salud y otras se han creado organizaciones multilaterales en las que se deposita la capacidad de escuchar y resolver los diferendos sectoriales entre naciones o segmentos de la actividad ciudadana. Hoy la lista es amplia.
Ese macro panorama ha influido en los países en torno a regular con base en leyes los principales procesos sociales susceptibles de puntos de vista diversos. Por ejemplo, diferendos entre empresas, violaciones de la ley cometidas por entidades del gobierno, violencia entre personas y grupos, actividades prohibidas en las leyes, y situaciones conflictivas de la vida comunitaria. Aquí nace la idea de paz en la vida comunitaria.
En especial, las grandes ciudades en su vida diaria están llenas de situaciones de conflicto o desacuerdo. Por ejemplo, problemas de tránsito, lentitud en los servicios burocráticos, excesos con las personas en situación de debilidad, líos entre vecinos, maltrato de trabajadores, procedimientos castigados por los diversos reglamentos municipales, diferente trato de personas al atender una petición o un servicio, y… todo lo que el lector recuerde de la vida diaria.
Estas situaciones, si bien atendidas en parte por reglamentos y ordenanzas, tienen su raíz en un invisible, pero operante tejido, ahora denominado así: tejido social. Se puede comprender si consideramos una comparación: Si alguien llama la atención a otro por querer “meterse” en la fila de espera de algún servicio, es posible que el amonestado inicie una pelea con el amonestador… ¿por qué? Porque no se considera parte de la “familia” que acepta hacer fila. Él es de otro mundo y tiene otras derechas. No es del mismo “tejido social”. Cree, sin fundamento, que es de otro y tiene derecho a despreciar a quien hace fila. Aquí la importancia de restaurar el tejido social.
Situaciones similares y otras más graves, casi siempre vinculadas a violencia de algún tipo, nos avisan del tejido social roto. De la paz rota. Y por consecuencia la necesidad de restaurar el tejido social para hacer posible la paz. Puede oírse exagerado: Restaurar el tejido, restaurar la paz. Está roto por la aceptación de las “malas costumbres” de algunos “patanes”, “malvivientes”, etc. Ese comportamiento y esa aceptación son “roturas” en los consensos de la sociedad. Ese origen obliga a una acción organizada, pensada, bien ejecutada… fruto de la comprensión del origen y modos de esas conductas que rompen el tejido social. La paz la instaura la sociedad o no sucederá, pues la violencia, aún mínima, vulnera el modo de vida del conjunto social.
Restaurar los modos suficientes pide una nueva construcción y articulación de la vida social, fundada en la mejor versión de quienes habitamos está tierra, y paso a paso sin magnificar el propósito y sin dejar de actuar. ¿Será posible?