Cada mes de abril repetimos las mismas palabras: “Nuestra niñez es el futuro”, “Hay que cuidarla”, “Las infancias son el mañana”. Pero, ¿y si el mañana no fuera lo más valioso que tienen que ofrecernos? ¿Y si nos atreviéramos, por un momento, a verlos como el presente más lúcido que tenemos?
Abril es el mes en el que celebramos a las infancias, sin embargo, además deberíamos detenernos a escuchar lo que nos están diciendo. Porque sí están hablando, todo el tiempo. Y a veces, incluso, gritan. Solo que el mundo adulto, lleno de prisas, ocupaciones y jerarquías, ha perdido el oído para registrar esas frecuencias.
Las infancias no ven fronteras ni muros. Juegan con quien esté dispuesto a jugar, sin preguntar por el color de piel, la religión o si va en silla de ruedas. No les importa si alguien se comunica con palabras o con señas; lo que les interesa es si puede imaginar dragones, construir fortalezas de sábanas o jugar al escondite. En su mundo, la inclusión no es un discurso: es una práctica cotidiana, espontánea, sin posturas ni manuales.
Las niñas y los niños también son capaces de generar soluciones prácticas y creativas. Ellos no conocen los límites de lo imposible; por eso son capaces de imaginar respuestas que a las personas adultas nos parecen demasiado simples. Y sin embargo, ahí está su fuerza.
Una niña propuso, durante un taller de arte en un centro comunitario, ir a las afueras de un supermercado e intercambiar sus obras por alimentos: un trueque simbólico que permitió que decenas de personas comieran. ¿No son esas soluciones tan legítimas como muchas de las que salen de una oficina gubernamental?
Ese liderazgo infantil descoloca, porque no sigue las reglas adultas: no busca figurar, no compite por cargos, no se ata a títulos. Se basa en el impulso ético de hacer lo correcto, de no dejar a nadie atrás ni afuera. Y, curiosamente, ese tipo de liderazgo es profundamente inspirador para las personas adultas, aunque muchas veces no lo reconozcamos.
En comunidades donde se han desarrollado proyectos con enfoque participativo infantil, las personas adultas terminan reorganizando sus propias dinámicas. Líderes vecinales que estaban enfrentados encuentran causa común al ver cómo las infancias resolvieron juntas un problema con juegos y propuestas creativas.
Escuchar a las infancias es reconocer que hay formas distintas de mirar el mundo y que algunas veces son quizá las más sabias. Es momento de darles el lugar que les corresponde: el de voces que tienen derecho a participar, a imaginar, a opinar, a construir.
Hay un proverbio chino que dice: “El mejor momento para plantar un árbol era hace 20 años. El segundo mejor tiempo para plantarlo es hoy”. Tal vez debimos haber empezado hace décadas a escuchar sus voces, a incluir sus ideas en nuestras decisiones, a aprender de su forma de resolver, de imaginar y de liderar. Pero el segundo mejor momento es hoy.
Hoy es el momento de dar a las infancias un lugar real en las conversaciones que definen su presente y su futuro. De sentarlas, no como invitadas simbólicas, sino como voces imprescindibles en las mesas donde se toman decisiones que las afectan. De escucharlas con humildad, pero también de aprender de ellas con valentía. Porque si aspiramos a un mundo más justo, más solidario, más incluyente, vamos, más humano, tal vez debamos empezar por mirar como miran las infancias: con ojos que aún no han sido nublados por prejuicios ni limitados por barreras aprendidas. Las infancias no solo merecen ser escuchadas, pueden y deben inspirarnos a imaginar y construir un mundo distinto.