Al final de La República, Platón concluye su plan político señalando la necesidad de expulsar de la polis a dos tipos de personas que considera un lastre humano y político: los poetas —en particular Arquíloco, a quien sugiere echar a palos— y los desmemoriados. Pero no se refiere únicamente a aquellos con olvido cotidiano, sino a quienes, según Platón, confían la memoria en los libros. Ya en la madurez del Imperio Romano, Epicteto expresa un reproche más explícito hacia aquellos que, al confiar todo su conocimiento a los libros, generan una deficiencia en su memoria. Más tarde, en el siglo XIX, Schopenhauer, fiel a su amarga lucidez, critica a sus colegas por su incapacidad para observar el mundo y sus problemas, pues prefieren mantener las narices hundidas entre los libros. Este reproche no difiere mucho del planteado por Michel de Montaigne en su ensayo Sobre la pedantería: el problema no es sólo la dependencia de los libros en detrimento de la memoria, sino también la pedantería y la falsa erudición que pueden surgir de la lectura. Porque ni la erudición es necesariamente conocimiento ni la pedantería es un valor.
Hoy, el reproche de Platón podría aplicarse al aula de prácticamente cualquier nivel educativo, donde los profesores lamentan que sus estudiantes depositen toda su confianza en teléfonos inteligentes, consuman mensajes de unas cuantas palabras en redes sociales o videoblogs y, en consecuencia, tengan dificultades para leer de manera fluida y comprensiva un texto técnico completo. Aunque los clásicos añoraban que sus alumnos pudieran recitar la Ilíada de memoria sin recurrir a muletas escritas, el sentimiento detrás de esta crítica es similar. Privarnos de los libros, al igual que del ejercicio de nuestra memoria, en especial la histórica, equivale a renunciar voluntaria a una de las facetas más ricas, vivas y reales de la experiencia humana.
Es real porque, desde Platón, sabemos que la poesía no es mentira, sino belleza exaltada, exagerada, vivísima. Esa belleza ficticia, creada con palabras, enriquece nuestra realidad ordinaria, haciéndola luminosa y profunda. Así, nuestra queja no es contra la fragilidad de la memoria que los libros podrían simbolizar, sino todo lo contrario. Hoy, los libros son un baluarte de la memoria histórica. La complejidad de nuestra relación con ellos —sea mayor o menor que hace mil o mil quinientos años— refleja el misterio humano que los libros, como objeto y obra cultural, representan. Los libros nos llaman cuando son prohibidos y nos repelen cuando son impuestos. Nos apropiamos de los que cuentan nuestra historia, pero nos resentimos con aquellos que nos excluyen o marcan. Los libros pueden guiarnos, motivarnos o, en ocasiones, perdernos en nosotros mismos. Privarnos de los libros equivale a privarnos de una gratísima forma de felicidad.
Es necesario reorganizar los programas de formación lectora desde perspectivas más abiertas y adaptadas a los patrones de atención y concentración de nuestra época, pues los libros no son objetos unidimensionales. Leer no nos convierte necesariamente en mejores personas ni, como bien señaló Montaigne, nos hace más inteligentes. Sin embargo, nos permite desarrollar capacidades humanas, ampliar horizontes y encontrar en ese diálogo interno valores que enriquecen nuestra sensibilidad. Tal vez, entonces, el punto de partida para leer sea preguntarnos: ¿qué queremos o necesitamos decirnos a nosotros mismos? Una pregunta que sólo el virtuoso de la memoria puede responder con cierta claridad.