Vuelos en asientos de primera clase a París, Tokio y otros destinos internacionales; hoteles de lujo con restaurantes en donde pagan cenas de hasta 70 mil pesos; relojes de diseñador, zapatos y ropa que a todas luces no pueden ser cubiertos por sus sueldos.
Lo mismo ocurre con sus mansiones y residencias en zonas exclusivas: ¿cómo le hacen para pagar todo eso?
La pregunta no es menor, pues contrasta con el discurso de austeridad que predican y con la realidad de millones de familias mexicanas que apenas sobreviven con lo básico.
¿Cómo le hacen Andy y José Ramón López Beltrán? ¿Cómo Felipa, la prima petrolera? ¿O el hermano Pío, sorprendido recibiendo sobres con dinero en efectivo?
¿Cómo Noroña, Nahle o Mario Delgado, para sostener un tren de vida que los aleja, y mucho, de la llamada “austeridad republicana”?
La respuesta está a la vista de todos: en el cúmulo de escándalos de corrupción que han marcado a los gobiernos de Morena desde que llegaron al poder.
Ahí está el fraude monumental de SEGALMEX, considerado el mayor desfalco sexenal, con más de 15 mil millones de pesos desviados de un programa para campesinos.
Está el caso de BIRMEX, con contratos opacos durante la pandemia. Ahí figuran también los sobrecostos de Dos Bocas, que más que duplicó el presupuesto original; o el Tren Maya, con gastos desbordados, adjudicaciones directas y denuncias de devastación ambiental.
No olvidemos el desmantelamiento del NAICM, convertido en un cementerio de concreto con pérdidas superiores a los 300 mil millones de pesos.
Todo esto es dinero público, dinero de la gente, transformado en privilegios para unos cuantos.
Pero, sobre todo, está el huachicol. En 2024, según reportes de la propia industria, el mercado negro de combustibles alcanzó más de 60 mil millones de pesos, cifra que simplemente no puede explicarse sin la complicidad de las autoridades.
Y allí aparece el nombre de Adán Augusto López, junto con su entonces secretario de Seguridad en Tabasco, señalados por proteger a las redes criminales que operan este jugoso negocio.
La conclusión es inevitable: como tanto repitió Andrés Manuel López Obrador en campaña, “no somos iguales”. Tenía razón, no lo son. Son infinitamente peores.