Esta historia ocurrió en Saltillo. Durante los años 50’s, una casa fue conocida como el burdel de Doña Genoveva. Antes de entrar por esa puerta de madera, las prostitutas y los hombres que las frecuentaban, se persignaban frente la imagen de la Virgen de Guadalupe iluminada por el rojo del farol.
Ellas se encomendaban a la Guadalupana para evitar la gonorrea o la sífilis, vivir sin tormento la ofrenda diaria de sus cuerpos, y casarse algún día enamoradas con alguno de sus clientes.
Ellos hacían la señal de la cruz para no sentirse culpables ante las promesas que hacían cada año al Señor del Santo Cristo, de no regresar con las muchachas de Doña Genoveva. Algunos eran Caballeros de Colón por generaciones; los más se presentaban en las soirees del Casino y en la misa dominical de San Esteban cual distinguidos comerciantes, banqueros, políticos, agricultores, profesionistas o políticos de altos vuelos. Los menos eran Masones, pero se santiguaban por igual.
Después de la persignada, los señores tocaban la puerta con tres rápidos toquidos seguidos de tres a ritmo lento. De esa manera Doña Genoveva distinguía a sus clientes del resto.
Luego, ella misma abría la ventana lateral situada a la izquierda de la puerta e inquiría al visitante; “¿Qué se le ofrece a estas horas de la noche, buen hombre?” Y éste respondía, “el Maná del señor”.
Ella misma abría la puerta con estas palabras: “Pásele amigo mío, al cruzar esta puerta sólo al placer deberá temer”.
En esa casa, varios prohombres saltillenses envalentonados murieron infartados entre las piernas de las pirujas.
El resto de los clientes, más temeroso, pudo morir en el seno familiar amortajado por el reconocimiento social que les exaltó como padres de familia sin tacha, católicos impolutos y hombres cuya virtud era ejemplo a seguir.
Al final, el placer y la muerte hicieron tabula rasa de católicos y de masones por igual.
Aclaro, sin necesidad. Esta historia sólo pudo ocurrir en Saltillo, porque Torreón se cuece aparte. ¿O no, apreciado lector?