Desde semanas antes los tiempos se habían nublado, al menos en nuestra casa en CdMx y, más aún, en Nuevo León.
Las noticias se sucedían sin dilación: Nuevo León bullía y Víctor Bravo Ahuja, titular de la SEP, enviado por Echeverría a calmar las aguas, antes bien las enardecía.
Mi padre, como era su costumbre en esos trances, se encerraba a piedra y lodo. Para evitar entrevistas se refugió unos días en Cocoyoc, pero Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación, le pidió estuviese a la mano en CdMx “para lo que pudiese ofrecerse”. La sola llamada le derramó la bilis a mi papá.
“Don Eduardo Elizondo era un prestigioso abogado, bien visto por los empresarios de NL”
El conflicto universitario no necesitaba aventadores para avivar sus alebrestadas llamas, y las desavenencias entre Luis Echeverría y Eduardo Elizondo, de viejo cuño, se abismaban por segundo. Elizondo hacia lo posible por mantener inhiesta la gubernatura, pero el centro es el centro, en un federalismo más constitucional que real. Finalmente cayó. En buen castellano: lo tiraron.
Era sábado 5 de junio y esa mañana de hace 50 años había viajado a Cuernavaca con unos amigos. No acababa de llegar cuando me localizaron para que regresara. No hacía falta preguntar nada. El destino de mi padre era sustituir a Elizondo y el de la familia seguirlo a Monterrey.
Cuando llegué a la casa todo estaba listo, aunque el silencio era extraño en un hogar de nueve hermanos, entre ellos cinco hermanas a quien el verbo se les da con gran facilidad. En el archivo familiar guardo los boletos sencillos de los nueve hermanos, mis dos padres y mi tía Titi, secretaria de mi papá. Tras empacar mi ropa me eché al hombro una grabadora de casete para lo que se ofreciera.
En el vuelo mi padre escribió el discurso que diría ante el Congreso y mi tía lo mecanografió. Conservo manuscrito, borradores tachonados, el discurso leído y dos copias de hojas calca de carbón.
Aterrizamos en un Monterrey oscureciendo y caliente. Para mi sorpresa la pista estaba abarrotada de gente. Hoy pienso qué habrán pensado los pasajeros de semejante aquelarre. Mi madre y hermanos permanecieron en el avión, mientras a mi padre, tía y a mí nos bajaron por la escalinata de enfrente. No iba a permitir que me dejaran sin ir a la toma de posesión y mi padre, para evitar conflicto, como otras veces, cargó conmigo. Gracias a ello se conserva casi completo su archivo personal. Supongo que una vez que la bufalada despejo el camino el resto del pasaje descendió.
Como pudimos, entre empujones propios de las cargadas priistas de entonces, abordamos unos autos y enfilamos al Congreso del estado, en los bajos del Palacio de Gobierno, que en receso esperaba el arribo del gobernador sustituto acabado de nombrar y que, ¡paradójicamente!, era el mismo que del centro les enviaban en avión.
Ante la Mesa Directiva mi padre rindió protesta y el micrófono de la grabadora que llevaba al hombro captaba sus palabras. Fue la única grabación que se hizo, así que se la pidieron a mi padre y así se perdió de formar parte del acervo grabado de su archivo.
Lo demás es historia olvidada, quizá hasta desconocida, por las generaciones de hoy que no vivieron esos días aciagos y tirantes. No soy parte imparcial para hacer juicio del gobierno efímero de mi padre, pero sí para narrar mi apreciación a la distancia de los hechos que lo orillaron a su brevedad.
“Las fichas en el tablero del estado fueron barridas y Echeverría armó su propio juego”
Don Eduardo Elizondo era un prestigioso abogado, bien visto por los empresarios de Nuevo León. En pláticas con Díaz Ordaz, lograron convencerlo de que probara un gobernador afín a ellos y bien visto por el PRI local. A ello se opuso Echeverría, sus fobias y fantasmas.
Los tres primeros años del sexenio de Elizondo corrieron sin problema, pero empezando el sexenio de Echeverría los problemas se multiplicaron; Bravo Ahuja fue enviado a atizar el fuego en la Universidad Autónoma de Nuevo León y en una amenaza de Elizondo de renunciar, Echeverría le tomó la palabra y, para todo efecto práctico, lo echó.
Pero no fue la única carrera política mellada en ese trance. A nivel nacional había dos políticos neoloneses con méritos suficientes en el centro y en Nuevo León para enfilarse a la gubernatura. Recordemos que entonces los gobernadores salían del horno de la Federación, salvo honrosas excepciones. Estos dos personajes era Alfonso Martínez Domínguez y Luis M. Farías, mi padre. Los dos amigos y los dos en permanente competencia. Ambos fueron líderes de la Cámara de Diputados con Díaz Ordaz; Martínez Domínguez había sido presidente del PRI en la campaña de Echeverría, quien había quedado resentido cuando Díaz Ordaz concentró en México a Martínez Domínguez para valorar la posibilidad de sustituir al candidato después de haberse enfrentado con las fuerzas armadas al pedir un minuto de silencio por los caídos el 2 de octubre en la Universidad de Nayarit.
Finalmente se consideró muy riesgoso cambiar de caballo a la mitad del río, pero Echeverría, hombre de profundos rencores, jamás lo olvidó. No obstante, se acostumbraba entonces que el presidente del PRI en campaña fuera premiado con un cargo en la administración federal y Echeverría lo nombró regente del DF, es decir, gobernaba subrogando al Presidente, el poder real en la capital del país: una especie de espacio geográfico a cargo del titular del Poder Ejecutivo federal, quien lo ejercía a través de una regencia, a la sazón a cargo de don Alfonso, como es conocido y referido en Nuevo León.
El otro político era mi padre, entonces senador junto con el general Bonifacio Salinas Leal, ex gobernador de Nuevo León y del territorio de la Baja California Sur. Un viejo revolucionario lleno de historias buenas y malas. Representante entonces de la cuota militar en el poder político. Gran y querido viejo, por lo demás.
Pues bien, entre el 5 y el 10 de junio, Echeverría cambió o intentó cambiar el rumbo de Nuevo León. El 5 descabezó a Elizondo, el mismo día descarriló la carrera política de mi padre en Nuevo León en una apuesta de que terminara achicharrado por el fuego universitario atizado desde la Federación o, al menos, permitido, y cerrándole el camino a una gubernatura de seis años. Finalmente, el 10 de junio, tras el halconazo, donde paramilitares vestidos de civil y armados con palos impidieron a golpes una marcha de estudiantes, apenas tres años después de Tlatelolco, culpó de ello a Martínez Domínguez en su calidad de autoridad delegada en la ciudad, a quien por cierto mantuvo incomunicado en una antesala de Los Pinos mientras eso sucedía.
Las fichas en el tablero de Nuevo León fueron barridas y Echeverría pudo poner un nuevo juego a su libre arbitrio.
Termino con una anécdota que tuvo, según recuerdo, dos versiones el mismo día. En Puebla gobernaba el doctor Moreno Valle, abuelo del difunto ex gobernador, esposo de gobernadora en funciones, muertos ambos en un accidente de helicóptero el 24 de diciembre de 2018 y cuya investigación está reservada cinco años. En Nuevo León gobernaba mi padre. Moya Palencia pidió a ambos que organizaran una manifestación de las fuerzas sociales: campesinos, obreros, empresarios, padres de familia, PRI y lo que consiguieran en el camino para demandar a los gobiernos de ambos estados orden y paz en sus respectivas universidades.
Mi papá dijo que desde que se lo pidieron un dolor en el bajo vientre le movió todos sus instintos políticos y alarmas. La mañana de la gran manifestación llegaron a Monterrey desde México periodistas de talla nacional y de la fuente presidencial y política de altos vuelos. En ambos estados las manifestaciones fueron masivas, los ánimos encendidos y las demandas sentidas.
Mi padre dijo que fue el discurso más difícil de su vida. Contra lo esperado, en un tono anticlimático al calor de la concentración, llamó a la prudencia, al imperio de la ley, al diálogo, a no combatir la cerrazón con candados y cadenas. No faltaron chiflidos ni reclamos que lo acusaron de paniaguado. La prensa de entonces no solo lo consignó, sino que lo auspició.
Moreno Valle, más médico que político, sin por restar mérito, se dejó llevar por el calor discursivo y declaró un gobierno sin cuartel contra los revoltosos. Discurso que, desde la visión del centro —que lo había solicitado— era contrario al diálogo franco y fraternal que Echeverría enarbolaba contra los jóvenes; antes, por supuesto, de llamarles fascistas en la UNAM. Pero esos son otros Pérez.
Moreno Valle cayó y mi padre, finalmente, pudo poner en paz y con paz a la Universidad, que lo que necesitaba era atención y comprensión, no garrote.
En Yucatán gobernaba Carlos Loret de Mola Mediz, abuelo del Carlos de hoy y padre de Rafael, mi compañero de primaria. De su mandato, antes de su muerte envuelta aún en misterio y que ronda a la sombra de Manuel Bartlett, escribió el libro Confesiones de un gobernador, difícil de conseguir, pero rico en anécdotas de estas que ahora les comparto. De mi padre se puede leer Así lo recuerdo, del Fondo de Cultura Económica. _
* representante del gobierno de nuevo león en CDMX.
Luis Farías Mackey