Algunos de mis amigos cinéfilos van a levantar la ceja, pero me gustó, sin exagerar, la película de Ron Howard que circula por los cines, En el corazón del mar. La vi poco antes de su estreno mexicano en Nueva York, donde además pude hablar con el propio Howard, los protagonistas y los escritores, y salí de buenas por ese ejercicio de profesionalismo artesanal con su toquecito de Hollywood old school. Con un ojo apuntando a las antiguas películas de marinos y piratas, esas tipo Errol Flynn, Howard se decidió a poner en pantalla la historia del Essex, es decir, la del ballenero hundido por un cachalote en que se inspiró Herman Melville para Moby Dick, y convertida en un libro de no ficción de esos que tan bien se les dan a los gringos por Nathaniel Philbrick, que en realidad fue un paso más allá y redondeó una atractiva historia de los balleneros norteamericanos del XIX. Una historia, pues, que ni mandada a hacer para un hombre de entretenimiento como Howard: amenazas marinas, naufragios, la consabida fraternidad puesta a prueba y una dosis de crueldad, es decir, aquello de lo que el cine norteamericano vivió en los años dorados y lo hace todavía, con maneras diferentes y a veces no tanto.
La película no es cine de grandes profundidades, no. Pero es más que un mero despliegue de efectos especiales. Puntos a favor: la desprotección de los marinos naufragados se deja sentir con fuerza –abruma, angustia a ratos– y el elenco cumple de sobra. Sólido como siempre Brendan Gleeson, que en efecto parece siempre recién desembarcado y con ganas de taberna, sólido el joven Tom Holland, al que recordarán como Billy Elliot, y, tal vez más sorprendentemente, sólido Chris Hemsworth en el papel protagónico, el de Owen Chase, un marino decente y capaz relegado a un papel de segundón en el barco, cosa rara en la que en general parece haber sido una meritocracia ajena a prejuicios raciales y nepotismos.
Sobre todo, me gustó que la metáfora de nuestros tratos con la naturaleza es inteligente, e incluso algo más: va a contrapelo. Hoy, cuando las redes sociales están invadidas de videos ñoños que tratan de convencernos de que los leones y los toros de lidia esperan con ansias que un hispter les rasque la pancita, Howard, Philbrick y el guionista Charles Leavitt nos remiten a la realidad implacable, dura, de la naturaleza. No muchos cineastas se atreven en esos mares, los de la incorrección política, que, como sabemos, son tan procelosos como los de ese cachalote vengativo y cabrón.