Se repite como mantra que el documental goza de salud. Parece que es cierto. Estuve en España para ver la sólida, diversa, atrevida programación de Documentamadrid, un festival que cumple 13 ediciones y que presentó dos piezas mexicanas dignas de muy buena fortuna: Plaza de la Soledad de Maya Goded y Tempestad, de Tatiana Huezo, una película en verdad inquietante, por su atrevimiento formal pero sobre todo porque habla del tráfico de personas en este país.
Pero no nos envolvamos en la bandera. Volví sorprendido por una programación multinacional que conjunta una llamativa capacidad de "estar ahí", de dar testimonios que se dirían imposibles, con la pericia para renovar un género que se presta demasiado al conservadurismo. Me quedan en la cabeza Sonita, de la iraní Rokhsareh Gaemmaghami, sobre una hiphopera afgana, refugiada, a la que sus padres quieren vender; el atrevimiento del ruso Vitali Mansky, que obtuvo el permiso para filmar en la inexpugnable Corea del Norte y hace un retrato acidísimo en Under the Sun; el atrevimiento aun mayor del israelí Vladi Antonevicz, que se infiltró en el neonazismo ruso en Credit for Murder; la fuerza visual de Land of the Enlightened, filmada por el belga Pieter Jan-de-Pue en Afganistán con un grupo de niños dedicados a vender minas antipersonales, y hasta la superficialidad de Holly Hell, de Will Allen, que pasó años dentro de una secta y fue el encargado de grabar el día a día de esa locura, con lo que el material que ofrece no tiene precedentes.
Sí, el documental ha dado un paso adelante, grande.
Da corajito, por eso, que el premio del jurado haya ido para When Two Worlds Collide, de Heidi Brandenburg y Mathew Orzel. Si los documentalistas tuvieran tres pies, uno estaría plantado en el folclorismo, otro en la condescendencia y otro en la apología de la alteridad, lo original, lo primigenio. De acuerdo: la defensa del Amazonas es un asunto prioritario para cualquier humano con dos dedos de frente, y de acuerdo, las políticas hacia las comunidades suelen ser al menos negligentes, muchas veces criminales, otras tantas racistas. Pero comprender esto no implica deslizarse al retrato exotista en blanco y negro, a la enésima reedición de "indios buenos vs blancos malos". La violencia desaforada de la revuelta de Alberto Pizango contra las iniciativas de Alan García, con varios muertos injustificables, invitaba a un toquecito de incorrección política, de filo crítico, de tonos de gris. Lo que pasa es que esos atrevimientos son los que no suelen dar premios. Ahí el paso atrás.