El cine, el teatro, la literatura, las artes visuales no influyen mucho en la vida de los hombres, en términos prácticos. No inciden en presidentes o dictadores; no marcan la agenda de las cámaras altas o bajas. No, particularmente, en México. Pero sus creadores no deben renunciar a ello. Cuando lo hacen, cuando apuestan a mirarse al ombligo y nada más, cuando levantan la nariz con cara de “Viva el arte por el arte”, prolongan el estatus de muertos vivientes de sus obras.
Por eso espero y —si fue el caso— celebro que ayer algunos de los senadores (estas líneas se escribieron antes de la función) hayan visto La libertad del diablo, la película de Everardo González que ganó aplausos y estatuillas en unos cuantos festivales y premios, el último los Fénix. Una película extraordinaria y muy dura de ver. Hecha con unos cuantos trazos, con una música que aparece sutilísimamente de vez en vez y una fotografía serena, atenta, no invasiva, pone frente a nosotros, con un grado de intimidad nunca antes visto, enmascarados, a sicarios, militares, policías, familiares de víctimas de eso que llamamos la “guerra contra el narco”. El resultado es temible y entrañable: un recuento de testimonios arrepentidos, implacables, tristísimos, compasivos, pero sobre todo, siempre, inteligentes, que sí: constituyen un mosaico de voces y miradas —no gestos— que son lo que en gran medida somos desde hace años. Que nos retratan.
La agenda política no la marcan las películas, y en realidad está bien que así sea. Pero estamos en eso que se llama cursimente “tiempo de definiciones”. Se discute la ley de seguridad interior, por un lado, mientras por otro AMLO pone en la agenda el tema de la amnistía a los grandes capos. De la película de González podrá decirse lo que se quiera, pero no que promueva la frivolidad, el mal que aqueja con mucha frecuencia al debate sobre el crimen organizado en México. Si los senadores, y los candidatos y presidentes de partidos y opinadores, aprovecharan la cortesía y vieran y asimilaran La libertad del diablo; si permitieran que los moviera a hacer lo que hace el buen cine, es decir, provocar dudas, probablemente estaríamos todos un poco más tranquilos. Sabríamos que no se van a tomar decisiones a la ligera sobre la presencia o no del ejército en las calles, ni sobre amnistías indecentes e inviables, disparadas irresponsablemente en un mitin.
El festival Ambulante cumplió con su tarea: llevó al diablo al Senado, el diablo de la duda. Ojalá que los senadores hagan la suya: se presenten, la vean, le piensen. Duden.