No alcanzan las páginas de una biblia para enumerar las cosas buenas que le debo a mi padre, un amante de los libros y las películas que sin embargo fue siempre lo bastante sutil en sus enseñanzas como para que ni mi hermana ni yo huyéramos de esos placeres por saturación. A él le debo un gusto casi universal por el cine, destacadamente por el mejor que se ha hecho, que es el del Hollywood clásico, el de los años 30 a los 50. Pero subrayo el casi. Y es que no logró nunca contagiarme el gusto por los musicales.
Recuerdo no con gusto sino con placer elevado los westerns frente a esa tele en blanco y negro. O el prodigio de las bélicas. O la sorpresa rarísima de que programaran una de boxeadores, que es como agarrar una alegría y envolverla en una felicidad. O, claro, el terror y la ciencia ficción. O la libertad incontestable de las de piratas. O hasta la evidencia de que uno —incluso en la infancia masculina, cuando ser feliz casi siempre equivale imaginar que matas— siempre es vulnerable a una buena historia de amor. Pero los musicales se traducían en una tarde de aburrimiento. Con trabajos, logré gustar de Cantando bajo la lluvia y sobre todo de My Fair Lady, que me gustó sin saber que la dirigía George Cukor, que esa mujer tan encantadora era Audrey Hepburn y que la idea original era de Bernard Shaw. En adelante, disfruté sólo de los trabajos de su majestad Bob Fosse: All That Jazz, Cabaret…
Hasta este sábado, cuando mis hijos me llevaron casi a rastras a ver La la land, que acaba de ganar como mejor película en los Bafta tras siete Globos de Oro, y me sorprendí encantado. Es un homenaje nada presuntuoso, lúdico, al antiguo Hollywood, marcadamente por supuesto a los musicales. También, al jazz. Y se da el lujo de ser —cuidado, medio que va un spoiler— una historia de amor desencatadona sin violar los protocolos del género. Y tiene una banda sonora de colección, y sobre todo una protagonista que de veras nos remite a las actrices menuditas y con encanto de la era dorada, a las Audrey Hepburn de siempre, con esos ojos que hacen que algo muy importante cambie en la película, para bien, cada que los enfoca la cámara. Hablo de Emma Stone. Vaya, hasta el mamonazo de Ryan Gosling, demasiado guapo para que te resulte soportable, cae simpático. Dirige Damien Chazelle, que antes con Whiplash tal vez no hizo un musical, pero al menos sí algo que se muere de ganas de serlo.
O a lo mejor es que me estoy haciendo viejo. Si un día me sorprenden riéndome con el payaso de una fiesta infantil, mándenme sin contemplaciones a un asilo.