Dijo alguna vez el narrador Francisco Hinojosa que, en el fondo, los escritores mexicanos tenemos ganas de publicar en Almadía para que Alejandro Magallanes nos diseñe el libro. En realidad hay varias buenas razones para publicar en la editorial oaxaqueña, como ha repetido, entre otros muchos, el propio Hinojosa, pero el piropo es justo.
No es la única de las virtudes de Magallanes haber logrado que los escritores de este país hallamos reparado en que existe una cosa que se llama diseño. Pero es una virtud reveladora. Hasta donde recuerdo, nuestro juicios en estos terrenos solían ser digamos que no muy elaborados: “Te salió poca madre, güey”, “¿No te parece que la letra está demasiado chica?” o, en casos de narcisismo desinhibido, “¿Cómo verías sacar la ilustración e irnos con la foto que me tomó mi mujer en el Partenón?” No es que nos hayamos vuelto expertos o siquiera amateurs informados, pero es cierto que Magallanes ha logrado lo que nos exige la Conapred, en otros ámbitos y sin cursos de reeducación: sensibilizarnos, fea palabra.
¿Cómo ha obrado semejante milagro? Al margen de su talento para el dibujo, sospecho que por la vía de la inteligencia, en la medida en que la inteligencia es capacidad de diálogo. No han faltado diseñadores notables en este país, desde el gran Vicente Rojo hasta el que quieran, pero pocos han tenido tal capacidad de guiñarle el ojo al autor o lector beneficiado por sus buenos oficios (Rojo mismo es otro). Lo habrán notado si conocen Almadía, o sus carteles para el cine y el teatro, o el libro que hizo con Fernando Rivera Calderón, el Diccionario del caos: uno tiene la sensación de que alguien se la pasó realmente bien concibiendo gráficamente esa pieza; de que alguien quiere compartir el placer del diseño.
Un placer que es siempre amable con el lector, pero que no excluye sus incomodidades. Esas incomodidades tan apreciables que vienen en paquete con la inteligencia, otro rasgo ostensible de Magallanes. Hablo de la inteligencia perturbadora de ese humor ácido, inquietante, negrísimo, que no se esconde nunca y que sobre todo se ve en otros aspectos de su obra, extendida también a los terrenos del arte-arte, ese que de cuando en cuando expone en museos o galerías y del que habrá que hablar en otra ocasión.
Porque el espacio es limitado y el pretexto de estas notas es que a Magallanes lo acaba de candidatear a Diseño del Año el Museo del Diseño de Londres, una de esas nominaciones que son ya un premio.
Cosa que, francamente, da mucho gusto, y eso que a mí no me ha diseñado ningún libro.