Política

Para entender a Nerón

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  • Julio Hubard

Nerón también se sentía incomprendido. Habría dado lo que fuera por la popularidad y aceptación de sus gobernados, a quienes veía como un público, “su” público, siempre ingrato: la plebe no lo comprendía.

Nerón no solo es pluma de vomitar para los cristianos (por historias sin sustancia) sino para historiadores de muchos siglos. Gibbon lo llama vicioso y cruel; el cerebral y autocrítico Tácito, lo considera, además, un histrión de baja estofa y lo desprecia por valerse de “facundia prestada”, porque en las ocasiones políticas leía discursos que él no podía escribir; Suetonio, que no se permite ni juicio moral ni opinión personal y describe cosas horrendas sin hacer muecas, deja el retrato de un ser aparatosamente incapaz de entender. No porque le faltara inteligencia, digamos, biológica, sino porque tenía el entendimiento ya nublado por el exceso de sus corrupciones y las dimensiones de su poder. Vivía fuera del sentido común.

Tanto así que, cuando se subleva Víndex (un gobernante local de las Galias, que por hartazgo se vuelve caudillo contra Roma), Nerón no hace nada durante semanas, hasta que Víndex osó decir que el emperador era un pésimo cantante. Solo entonces, cuenta Suetonio, “le pareció necesaria una expedición, destituyó a los cónsules y asumió él solo la autoridad de los dos (el poder del Estado y la representación civil), con el pretexto de que las Galias tenían como destino que nadie las sometiese sino él, con tal que estuviese revestido del consulado (la representación civil). Hizo que le trajesen las fasces, se levantó de la mesa apoyado en los hombros de sus amigos y dijo que, en cuanto llegara a la Galia, se presentaría sin armas ante las legiones rebeldes; que se limitaría a llorar delante de ellas; que su inmediato arrepentimiento le atraería a los sediciosos y que, al día siguiente, en medio de la general alegría, entonaría un canto de victoria que iba a componer en ese momento”.

No entendía que no entendía. Y se sentía incomprendido. Como si sus desfiguros fueran a ser comprendidos por una posteridad menos injusta: ya entenderán “qué gran artista pierde el mundo” (se supone que dijo ante de morir). Y en efecto, la historia es revisionista y cambia sus perspectivas, según los cambios en las culturas. Durante mucho tiempo se concentró en las acciones y biografías de los gobernantes, los poderosos, sus elegidos y sus mochos. Gibbon, o después Mommsen, todavía cuentan la historia desde las cabezas coronadas y la sociedad como paisaje. Como el público de las graderías en Ben-Hur. De unos años a la fecha, las cosas han cambiado de foco. Se van borrando los rostros de los césares conforme se definen caras anónimas de la plebe.

Mary Beard (S.P.Q.R. es un libro espléndido) dice que: “fueran cuales fueren las opiniones de Suetonio y de otros autores antiguos, las cualidades y el carácter de cada uno de los emperadores no eran tan importantes para la mayoría de los habitantes del imperio, ni para la estructura esencial de la historia de Roma y sus grandes progresos”. Es verdad. Y Nerón seguirá esperando, quizá para siempre, que alguien pueda reivindicar su entendimiento privado.

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