La racionalidad y sencillez de las democracias liberales ha quedado en duda. El mundo tiene ganas de curar sus resentimientos sucumbiendo a las tentaciones de los estados fuertes, los nacionalismos y las conducciones de los merolicos de la protección, los demagogos. Sucedió eso mismo en 1913, cuando las sociedades opulentas de Europa decidieron repudiar sus “democracias decadentes”. A la política le siguió la guerra, en una escala horrenda. Luego regresó la democracia, pero no del todo la confianza ni la política de las calles: la democracia fue vista como debilidad de carácter ante el exterior; los pueblos quisieron resarcirse en su nacionalismo y sucumbieron de nuevo a los demagogos. Guerra otra vez. Y peor. Hoy sucede cosa semejante: las democracias son una pura corrupción. Y suenan tambores.
Tres veces, en poco más de un siglo, se ha despreciado a la democracia liberal: por decadente, débil y corrupta. Las tres acusaciones son verdaderas, pero la salida no debiera ser la misma. Es decir, la famosa ecuación de Clausewitz: “La guerra es una mera continuación de la política por otros medios. Vemos, entonces, que la guerra no es solo un acto sino también un instrumento político, una continuación de la política comercial, un llevar a cabo lo mismo, con otros recursos” (Sobre la guerra, Libro I, 1, 24).
Son ideas que todavía viven en las regiones más ostentosamente primitivas de las sociedades actuales, pero hallo una diferencia: aquellas fallidas democracias se conformaban por hombres tan dispuestos a la valentía como susceptibles a la cobardía de líderes y demagogos. La historia ha contado con esa cosa viril de llevar las virtudes al acto, aunque sea de modo vicioso: varones que prefieren la violencia a la cobardía.
Pero el sábado 21 de enero las mujeres irrumpieron en el espacio público de un modo admirable. Quizá —quiero imaginar— al grado de cambiar la colocación machista de las viejas virtudes de la valentía y los vicios de la cobardía. Más de tres millones, dicen los medios (los que no compran “hechos alternativos”), irrumpieron en las calles. La cantidad es notable. El modo, mucho más: no hubo un solo arresto; la violencia no tuvo lugar; la valentía no se confundió con la fuerza.
De algún modo, las cosas políticas se quedaron en la política, sin ninguna continuación por otros medios. Las consignas y gritos y pancartas fueron desde la más simple dignidad hasta la más cruda sátira. Pero no hubo violencia. La ecuación de Clausewitz quedó rota. Si yo fuera más optimista que amargado, diría que vimos una nueva forma de vida política, que supera nuestros antiguos, muy antiguos procesos de virilidad primitiva.
Y es cosa nueva y viejísima: también Lisístrata; también las mujeres de Cherán (cuando bajaban los narcos y los talamontes, los hombres salían a defender su bosque, pueblo, familia y resultaban muertos. Un día salieron las mujeres. Y cambió el juego: quién sabe si por un dejo de dignidad, o por el miedo al escándalo, los delincuentes se quedaron sin recursos). Pero la diferencia de hoy reside en que las mujeres ya no tienen como destino obligatorio el regreso a sus casas y quehaceres. Celebro a Charles Fourier, siempre loco, siempre luminoso: “el grado de civilización que las diferentes sociedades han alcanzado siempre ha sido proporcional al grado de independencia del que han gozado en ella las mujeres”. Lo que vimos el sábado 21 es un atisbo de una política que vale por sí sola, sin la validación de la violencia. Quizá mirando a esas mujeres, México pueda dejar atrás su cobardía.