—Viéndolo bien, somos la Atenas de por acá —se burla Jorge Ibargüengoitia de las aspiraciones culturales de los habitantes de Cuévano. La historia se arregla según la conveniencia de quien la relata. Los mismos atenienses contaban cómo vencieron a los bárbaros. Pero hay muchos indicios de que las cosas no son tan simples. Basta asomarse al ciclo troyano. La guerra inicia por la imperdonable falta de respeto que comete Paris: viola las reglas de la hospitalidad y seduce y rapta a la esposa de Menelao, el rey espartano y anfitrión de la conferencia entre pueblos a la que acudían los bárbaros troyanos. Basta seguir el relato de Homero: Menelao es un sujeto de malos modos, grosero y altanero; Paris, un joven bien ataviado, de maneras sofisticadas y palaciegas (Homero repite una fórmula mnemotécnica para Paris: “el de la hermosa figura”), dotado de palabra y capaz de componer música. ¿A quién iba a preferir Helena? No fue un secuestro: huyeron juntos y violaron todas las leyes tribales de la hospitalidad.
Parece que a Homero todavía le queda claro que los troyanos son mucho más civilizados; para empezar, viven en una ciudad amurallada e inexpugnable, tienen un rey no solo sabio sino distinguido y capaz de pronunciar el más conmovedor y humano de todos los parlamentos en la Ilíada. Los griegos, en cambio, aborrecen a su jefe, Agamenón, por sucio, abusivo y codicioso que, además, se solaza en los excesos. No hay comparación con el gran Príamo.
Pero los griegos ganan la guerra. Los menos civilizados, los más incultos, los salvajes, por astucia y engaño provocan el colapso de la gran Troya. La Ilíada es del siglo VIII a.C. El tiempo se encargó de borrar algunas evidencias palmarias y los mismos griegos acabaron convencidos de que ellos eran la civilización y los demás, bárbaros todos.
Cuatro siglos después, en la tragedia de Reso, atribuida a Eurípides, Héctor le reclama a Reso que no hubiera acudido a pelear contra los griegos: “Pero tú, aun siendo pariente nuestro y bárbaro, a nosotros los bárbaros has hecho cuanto está en tu mano para entregarnos a los griegos” (vv. 404-405). ¿Cuál es el problema? Que no hay pueblo que suponga ser la barbarie. Todos asumen ser la sociedad humana, la etnia elegida; todos creen ser la cultura y la civilización. Nadie se halla a sí mismo salvaje. Ni los chichimecas ni los mílites de Boko Haram.
Pero sucede otra cosa: tras la derrota, una civilización venida a menos termina con una autopercepción escindida: la sensación constante de ser menos y el reclamo de tener una gran cultura porque en el pasado se tuvo una mayor civilización que la del vencedor. Grecia era mucho más bárbara que Troya.
La analogía es simple: si pensamos que, para 1776, fecha de la Independencia de Estados Unidos, en Nueva España ya había una larga tradición universitaria, autores de enorme calidad, vidas palaciegas, ciudades amuralladas, teatros y, en fin, una civilización, nada de raro tiene suponer al gringo como un bárbaro. Se vale, aunque sea ingenuo. Lo que no se vale es suponer que tenemos una gran cultura porque la hubo en el pasado. De Troya no queda sino lo que contaron los griegos.