Los liberales creíamos estar más cerca de la realidad porque no sobrellevamos grandes cargas ideológicas: un puñado muy sencillo de ideas claras (que supusimos evidentes de suyo, como axiomas, y así los tratamos), sin pretensiones totalizantes ni metafísicas. Descripciones, dijimos. Objetividad. En cambio, las otras apuestas políticas cargaban mochilas pesadísimas, lastradas por ideologemas confusos y oscuros, suposiciones paranoicas y malintencionadas, o que tergiversaban la naturaleza común de los seres humanos.
La crítica liberal de las otras ideologías resultó, en general, útil y verdadera. Pero el liberalismo creyó que su autocrítica sería la misma siempre: contrastar las descripciones con las cosas, corregir errores. Supuso, por ejemplo, que tras el derrumbe del bloque soviético ya no quedaban grandes sistemas a qué oponerse. F. Fukuyama decretó “El fin de la historia”. Y no es que fuera el gran teórico del liberalismo sino uno de tantos, sensato y claro. Y, como muchos liberales, con la fe puesta en el sentido común. Ése fue el error.
Todo mundo recuerda el inicio del Discurso del Método de Descartes: “El sentido común es la cosa mejor repartida”. Suena genial: la promesa de hacer un esfuerzo por entender no sólo es compromiso propio: es parte de la naturaleza humana, porque “todos los hombres desean saber”, según inicia Aristóteles su Metafísica. Y el trayecto del sentido común marca el mejor proceso de la historia del pensamiento occidental.
Pero resulta que Descartes suelta aquel famoso inicio para asestar una ironía. La repito completa: “El sentido común es la cosa mejor repartida: todos creen tener suficiente”. ¡Era burla! Puso dos puntos, no punto final.
Al sentido común se llega: hay que generarse la voluntad de aceptarlo y obedecerlo. Y no era poca cosa. Si el necio decide que no echa de menos nada fuera de sí, es muy poco lo que puede hacerse. Cuando alguien decide que existe algo así como “mi verdad”, no hay argucia para convencerlo de que no le viene bien ser un imbécil. Entendámonos: no hay tal cosa como la verdad privada: en lógica simple, algo es verdadero cuando su enunciación es verdadera de suyo, independientemente de quién la diga. No hay verdad privada.
Y mucho menos cuando gana elecciones sin haber requerido de negarse a sí mismo para acatar una verdad externa y común. Se basta solo.
Al sujeto que niega esto, los libros lo llaman necio, loco; y cada necio parecía un caso aislado. Pero surgían algunos síntomas y el liberalismo no supo cómo entender el fenómeno detectado desde hace poco: la gente que desecha sin costo alguno el sentido común, desprecia la duda y detesta el orden, falible y frágil, del conocimiento exterior, independiente de la voluntad propia. El animal humano, como todos los demás bichos, está hecho para sobrevivir, no para la búsqueda de la verdad.
El mal insólito, que parecía solitario, se volvió epidémico; nada importó: ganaron. Mientras, los periódicos, revistas, analistas de medios siguen atados a la voluntad del sentido común, aunque puedan ejercerlo miserablemente. El liberalismo ignoraba que los necios podían ser mayoría y ganar sin tener razones. Su error fue creer que tenía suficiente sentido común.