Política

A la basura Emerson y Whitman

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  • Julio Hubard

“Todos discernimos espíritus”, dice Emerson, en perfecto aristotelismo, para indicar uno de sus principios filosóficos. No es novedad, salvo por el modo espiritualista de decirlo, pero esa misma suposición anima el método de Descartes cuando dice que “el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo”, o el de Kant cuando inicia con un imperativo: “Ten el valor de servirte de tu propia inteligencia”, o hasta Donald Davidson (con lo que llamamos “principio de caridad”). Es la suposición de que todo ser humano está obligado a reconocer el acuerdo en el lenguaje. No se puede pensar si no se parte de esta suposición fundamental: que es propia de todo ser humano la capacidad de entender. En Emerson, este principio de entendimiento se transforma casi en una mística: “Todos discernimos espíritus. Y esto se debe a que el corazón que hay en ti es también el corazón de todos; no una válvula, no una pared, no una intersección que exista en lugar alguno en la naturaleza sino que una misma sangre circula ininterrumpida y eternamente a través de todos los hombres, del mismo modo que toda el agua del globo no es sino un solo mar y, si en verdad se le observa, toda la marea es una”.

Es notable cómo una posición originaria de la filosofía se transformó en una potencia poética que marcó al mundo americano. Walt Whitman se dejó absorber en esa mecánica de discernir espíritus como fundamento de la naturaleza humana y el resultado fue un optimismo que vertebró no sólo la vitalidad del individuo sino la voluntad democrática como un rugido que intimidaba al mal y a la crueldad: “Veo la sangre del hacha deslavarse toda,/ y limpios quedan ambos, el mango y la cuchilla,/ y no salpican más la sangre... // Veo al verdugo retirarse, y volverse inútil, veo el cadalso sin pisar, abandonado, y no veo más el hacha sobre él,/ veo al enorme emblema del poder amigo de mi raza, la nueva, enorme raza”.

Casi detesto a Whitman, porque dice justo lo contrario de lo que tememos hoy. En sus arranques juveniles despreció a los negros y celebró la invasión a México, es verdad, pero pronto se arrepintió de ambas cosas; se transformó en el viejo sabio que amaron Darío y Martí: pleno de optimismo salutífero y hermandades entre razas. Ese viejo barbón que le regaló a toda América, no sólo la angloparlante, un inmenso cauce de voz y espíritu que se volvió el gran referente del optimismo literario en lengua española. Incluso José Enrique Rodó, que supo dejarse deslumbrar por el genio de las nuevas letras, reconoce con amargura que “indudablemente, Rubén Darío no es el poeta de América... Creo pueril que nos obstinemos en fingir contentos de opuencia donde sólo puede vivirse intelectualmente de prestado. Confesémoslo: nuestra América actual es para el arte, un suelo bien poco generoso. Para obtener poesía, de las formas, cada vez más vagas e inexpresivas de su sociabilidad, es ineficaz el reflejo; sería necesaria la refracción en un cerebro de iluminado, la refracción en el cerebro de Walt Whitman”. Pero ahora, los mismos gringos han decidido romper con el optimismo ante el acuerdo del lenguaje; la refracción, me temo, no se da más en el cerebro iluminado sino en su sombra. Veo al verdugo que regresa, para volverse útil; veo un cadalso hollado y lo llaman podio.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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