Había predicho Bob Dylan que los tiempos estaban cambiando. Entonces, allá y ahora, muchos en el mundo apostamos todo a la utopía, echamos la moneda al aire y aún no cae muy a pesar de todo.
El futuro, sea cual sea, deberá ser mejor para los hombres.
Suscribo el verso de Ernesto Cardenal cada vez que puedo: la vida corre a la velocidad de los autos de moda sobre las carreteras. Entonces creo que algo hay de cierto en el consejo de Renato Leduc: sabia virtud la de conocer el tiempo.
En otras palabras: uno va entrando a un momento donde se deben priorizar muchas cosas: elegir algo en función de lo que se desecha.
Me encantaría dedicarme a escribir y reescribir intermitentemente como si se tratara de un ciclo trazado por M.C. Escher. No es posible, se acortan las vías.
En la escritura hay un lugar para la utopía: el sueño colectivo.
Estamos en un mundo difícil en el que uno de los últimos reductos de la comunicación humana es la literatura. Esto último que escribo nunca lo descifrarán los académicos.
Hay una confesión de la atormentada Alejandra Pizarnik, en la que reflexiona acerca de la curiosidad del porqué en el castellano no hay un solo autor que le sirva de modelo para escribir una prosa corta y bella al estilo de Aurelia de Gerardo de Nerval, de una finísima simplicidad, opina. ¿Quién lo ha logrado en español?, se pregunta: Octavio es inflexible; Julio es desenfadado, Borges sería sólo un epígono, Rulfo es demasiado musical…
El juicio de Pizarnik lo reproduzco de memoria porque lo leí en una página electrónica pero proviene de una fuente digna y confiable.
Es tonto pensar en la posteridad. A mí me gustaría ahora volver a las caricaturas y sus diálogos como lo hacía siendo un niño, sobre el escritorio de la abuela; luego escribir —y reescribir— una novela breve, policiaca, surrealista. Un brete. Ya no lo sé, en efecto: los tiempos han cambiado y los de la escritura ya no están tan a la vista, se han alejado, alejado. Tiempo de escribir y reescribir, pese a todo, lo que se pueda.