El cielo debe ser un sitio muy parecido a este… pero sin cruda.
Es un comentario que suelo soltar entre rondas cantineras.
Quizá sin los estragos que una noche de juerga provocan, uno tendría la tentación de seguir bebiendo ad infinitum. Y así transcurrirían muchos happy days.
Pienso en ello ahora que se acerca el centenario del natalicio de Charles Bukowski (16 de agosto), un tótem de la literatura etílica y antes marginal (cierto halo de culto le cayó encima, pero él lo capoteó).
De este escritor representativo de Los ángeles (aunque nació en Alemania) hay que apreciar y aprender su capacidad de concentración: se dedicó a beber y escribir (pasando el menor tiempo posible en empleos de mierda).
Nadie puede negar su atracción iniciática, ya que en algún momento todos debemos aprender a lidiar con la energía oscura y la seducción de los abismos existenciales. No deja de ser atractiva la experiencia bebedora del querido “Viejo indecente”, pero nadie lo conocería si no hubiera dejado una extensa obra, siempre hosca, picante y mal portada.
Trascendió con sus novelas y cuentos, pero fue a fondo como un poeta libre y salvaje (incluso publicó más en este género que otra cosa). El gran Buk sólo quedó bien consigo mismo (ni siquiera con las mujeres que lo amaron). Cualquiera quisiera haberle destapado una cerveza y tener la intuición para asimilar sus lecciones acerca de lo descarnado de la existencia.
Es arquetipo del anti-héroe (en la vida y en los libros), supo mostrar como es que hay que esquivar los rectos que lanza el destino y exhibió una creencia total en su escritura. Todo ello vale mucho; no resta sino beber para honrar su memoria (y por supuesto leerlo a detalle y sin veneración). _
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