Seis países, tres continentes y el Centenario del Mundial: durante el anuncio y en su discurso de celebración, el presidente de la Confederación Sudamericana de Futbol ha definido, quizá sin proponérselo, el futuro de este deporte.
Uruguay, Argentina, Paraguay, Marruecos, Portugal y España organizarán dentro de siete años una Copa del Mundo que puede derribar fronteras, pero sobre todo, eliminar los límites que separan a los países con menos recursos de las grandes potencias económicas.
Construido hace 93 años, el viejo Centenario de Montevideo nunca imaginó que en estas épocas de estadios luminosos, campos tecnológicos, tribunas VIP y palcos lujosos, el exigente cuaderno de cargos de la FIFA le permitiría inaugurar un Mundial.
El Centenario es el último túnel del tiempo que le queda al futbol. Si alguien quiere viajar al origen del juego, deberá caminar por el anillo de su Tribuna Olímpica, bajar al campo por su larga escalinata, sentarse en una de sus bancas y mirar cómo se levanta “La Torre de los Homenajes” por detrás de su fachada.
Sabia, sobria y serena, la torre vigila el futbol como una antigua atalaya llena de tesoros, consejos, educación y nobleza. Algo rezuma en las paredes del Centenario, y no son años, que cautiva a sus visitantes regalándoles la oportunidad de sentirse aficionados de otros tiempos.
Hay dos maneras de ver el Mundial del 2030: quienes piensan que esta es una nueva forma para encarecer los costos y engordar el negocio, y quienes pensamos que este nuevo modelo es la única y quizá la última escapatoria que tenía el futbol para que la mayoría de los países tengan una oportunidad de formar parte de la fiesta más cara del deporte.
Creo que con el tiempo se acabarán las sedes únicas, multimillonarias, estrafalarias y politizadas. Por lo pronto, cuando el Mundial cumpla cien años, al menos por una noche volverá a su origen: la soledad del Centenario.