Cultura

Gran Vía al Popocatépetl

No es difícil imaginarlo. Alfonso Reyes en el otoño del año 15, aún discretamente asiduo a la peluquería, sonriente de media tarde y ya no tan regordete —quizá porque Madrid es una ciudad que se camina en conversación constante. Se detiene en la confluencia que une a la calle de Alcalá con una desembocadura de la Gran Vía y el atardecer es un azul lila que se confunde de pronto con los verdes de las faldas de unos cerros nevados que son los volcanes impronunciables en castizo. Popocatépetl e Iztaccíhuatl, detrás del edificio de la Telefónica, allá por El Escorial... y la región más transparente del aire es en realidad un espejismo trasatlántico que en la prosa perfecta de Alfonso Reyes se lee al óleo en todos los párrafos, cada página, cada tertulia y cada paseo con los que conjugó en pensamiento, palabra y omisión las caras de México y los rostros de España.

Para conmemorar el centenario de Alfonso Reyes en España el Instituto de México, la Embajada de México en España y Casa de América celebran en estos días dos carteles que bien podrían abarrotar los tendidos de la Plaza de Las Ventas. Hoy cumpleaños
de Carlos Fuentes, que se formó sentado en las piernas del embajador Reyes en Buenos Aires, se lidian tres mesas redondas y un concierto de clausura que contribuyen a la obligada intención de que hoy mismo surja un nuevo lector de la obra de uno de los más notables escritores mexicanos —hasta ahora, el más español de los mexicanos y el más mexicano contertulio de esa España de Plata, heredera del Siglo de Oro, antesala del horror que, irónicamente, confirmó los lazos entre ambos países y ante lo cual el propio Reyes intercedió de manera ejemplar no solo para el asilo, refugio, cobijo y trasplante de cientos de españoles que huyeron del polvo y de la pólvora, sino también para apuntalar instituciones como el Fondo de Cultura Económica o cimentar los pilares de El Colegio de México (inicialmente llamado Casa de España) como quien agradecía una década que, por lo visto, se extiende en siglos.

Alfonso Reyes al tú por tú con los grandes escritores e intelectuales de una España donde habían florecido la investigación científica y la constante infusión humanista, con poetas que ya abrían las compuertas del verso a paisajes de un arte en ebullición, con los paisajes intactos de planicies lunares y campos interminables en acuarela de marcadas desigualdades económicas —que el propio Reyes señaló en artículos y ensayos— y en este Madrid de pícaros, mendigos, nobleza y café cortado. Como bien señaló el escritor Pablo de Raphael —agregado cultural de México, director del Instituto de México y asombroso clon del homenajeado—, Reyes como inventor de la crítica cinematográfica bajo el seudónimo de Fósforo, ejercía una crónica novedosa que habría de influir en la afición de Borges y Bioy Casares por el cinematógrafo y ciertas actrices de fleco a la garçon, y como también señaló el joven ensayista Andrés del Arenal, hablemos de Reyes que escribe su Visión de Anáhuac hace exactamente cien años, que es el hoy donde me quedo mirando al fantasma de un hombre de letras que señala la convergencia de los sabores, las diferentes pronunciaciones mexicanas y andaluzas, castellanas, catalanas, gallegas o vascas en torno a los mismos objetos. No caben aquí los elogios que merecen César Callejas, Jaime Ramírez Garrido, Juan Antonio Montiel, Josefina MacGregor, Jesús Carmona Robles y todos quienes participaron con gran inteligencia en este merecido homenaje a un escritor fundamental para la comprensión tanto de México como de España: el volcán nevado a la distancia, la Puerta del Sol a unos cuantos pasos, el alma de España vista de lejos, México en una nuez que llevamos en la bolsa del abrigo como castaña asada en la esquina de Goya.

Hace un siglo Alfonso Reyes salió de México, tatuados en el alma los dolorosos versos ante la muerte de su padre en un febrero horrible, diez días como los pasados diez años, de un México en llamas, decapitados y colgados en los puentes. Diez años se alejó de México Reyes anidado en España y todo eso floreció en libros, literatura y vida. Dedico estas líneas a mi admirado y muy querido amigo Mario Ojeda Revah, que no pudo compartir en Casa de América su luminosa apreciación sobre el tránsito de Alfonso Reyes del exilio a la diplomacia, por haber tenido que volver de emergencia a México llevando en su maleta un dolor que le acompaño.


jorgefe62@gmail.com

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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
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