Había una vez, en un lejano reino tropical lleno de micos, alimañas y vida en general exótica y exacerbada, una princesa recién nacida. Una de las hadas madrinas, molesta por ser la única que no había sido formalmente invitada al bautizo, farfulló frente a sus majestades y al pie de la cunita: “La hija del rey se pinchará a los quince años con un huso y morirá”. El hada que venía detrás, con el ánimo de atenuar el maleficio, se precipitó frente a la niña y dijo: “No morirá, pero caerá en un profundo sueño que le durará cien años”.
El rey, queriendo anular por la fuerza aquello que era una sutileza del más allá, ordenó que se quemaran todos los husos del reino y entonces, durante los siguientes quince años, que era el tiempo que faltaba para que la princesa cayera irremediablemente dormida, la gente fue quedándose sin botones y con la ropa sin remendar pues no había husos para arreglar nada, ni el agujero de un calcetín, ni manera de pespuntear una solapa, y como aquel era un reino tropical, con temperaturas calurosas todo el año, los súbditos desecharon las capas, las crinolinas y los pantalones bombachos y adoptaron, por medio de un decreto real, los taparrabos, los fustanes, los refajos y las enaguas.
A los quince años contados la princesa, que era una joven hermosa y rubia como las princesas de los cuentos, subió a una de las torres del castillo y ahí encontró un huso abandonado y, justamente como lo había vaticinado el hada, se pinchó un dedo y se quedó profundamente dormida.
El sueño de la princesa se extendió mágicamente a todos los habitantes y, en cuestión de minutos, fueron quedándose también dormidos.
Entonces la vegetación comenzó a adueñarse del reino y, cien años más tarde, un príncipe que andaba triscando por ahí, descubrió que había un castillo sepultado por la selva y en una de sus torres encontró el cuerpo dormido de una mujer, que un siglo atrás debía haber sido muy bella, pero que ya para entonces era un lío humedecido de greñas, hiedra, clemátide y glicinia, que inspiraba una mezcla de terror y piedad y desde luego ningún deseo de darle un beso.