Yo pertenezco a una generación que vio años perdidos en el desarrollo del país. Es esa generación que creció con marcas de juguetes nacionales como Ensueño y Lily Ledy, empresas que quebraron no por la pobreza de su fabricación e inventiva, menos por falta de penetración en el mercado, sino por la crisis económica que hundió a México después de 1982.
Es la misma generación que iba al tianguis a comprar una golosina extranjera porque -bendito nacionalismo- las importaciones eran nulas. El ambulantaje y el contrabando crecieron en mi infancia no porque las personas que se dedican a ello lo quisieran, sino porque no les quedaba otra salida.
Somos la generación que vimos a López Portillo encadenar la radio y televisión a sus kilométricos mensajes, todos llenos de cuidada prosa pero vacíos en efectividad y soluciones para la debacle que él construyó junto con su equipo.
En ese equipo estaba su familia: hijos, hermanos y allegados que, sin pudor, ocupaban cargos y encargos que les daba el presidente para salvaguardar no el bienestar del país, sino el honor del que ellos decían era el trabajo heroico que el Quetzalcoatl moderno (no es broma, así se comparaba) realizaba.
Al final, los excesos no le costaron a él. Vivió asediado por la persecución mediática pero nunca pasó penurias económicas. Escribió libros y responsabilizó a todos y a todo de su naufragio, destino que fue compartido por la nación entera.
La diferencia es que México no tuvo el destino agradable de López Portillo. Con el peso devaluado, el control de cambios y la moratoria ante la insuficiencia de recursos, el país cayó en una década perdida de crecimiento y oportunidades para la sociedad.
Por eso duele ver no la mentira de hoy, sino la defensa de la misma por sectores sociales que debieron vivir no solo esa etapa de freno, sino su gestación desde las promesas vacías de políticos que, con lágrimas, quisieron lavar sus responsabilidades hacia el quebranto.
No, López Obrador no es López Portillo, pero sí es un político con enormes errores y fallas morales que debe ser analizado y cuestionado como no se logró con López Portillo, Echeverría o Díaz Ordaz, por mencionar algunos. Los aparatos de control mediático de entonces daban pocas oportunidades para puntualizar los yerros de esas administraciones. Solo refieran los titulares de octubre del 68 para percatarse cómo los periodistas deseaban hacer contraste desde pequeñas referencias en los cabezales. No más.
Advertir de la incongruencia de López Obrador y su equipo para confrontar las versiones periodísticas de tráfico de influencias por parte de sus hijos no es un ataque, es exigir que cumpla con lo prometido una y otras vez en campaña y ya en el poder.
Puede ser cierto que es inútil, el presidente ha mentido y tergiversado sus palabras en múltiples ocasiones, tantas que llevar la cuenta es un ejercicio ocioso y desesperante. Pero ante la ausencia de una oposición efectiva que contraste dichos y hechos contra propuesta, es labor social exigir que la mentira sea sancionada.
José Ramón López Beltrán corrió a reporteros de la calle de su casa -la calle, no una propiedad privada- y Andrés Manuel López Beltrán es señalado por conseguir negocios a sus amigos cercanos, esos que es ampliamente conocido en su círculo desde hace años. Ambos, no solo por defender el proyecto de su padre sino por decencia, deberían aclarar los cuestionamientos. Es lo mínimo que merece una ciudadanía harta de las mentiras del gobierno, esas que han marcado cuatro años de un desastre que se disfraza de transformación.