Regímenes como el actual viven del conflicto, encuentran en la confrontación el caldo de cultivo perfecto para poder azuzar a las masas y convencer al votante cautivo que la defensa del proyecto está por encima de los resultados.
Esto no sólo pasa en México, sino que es un estilo de política que se ejerce ya de manera intensa en otras partes del orbe sin importar ideología. Lo usa en Turquía o en Argentina, en los Estados Unidos o en Rusia, en Arabia o Brasil. La polarización es el sesgo de nuestros tiempos donde la herramienta primordial son las redes sociales.
De hecho, parecía que la toxicidad de Twitter (o X, como quieran decirle) se mantendría en dicho espacio ante el cuidado de Elon Musk de su negocio. Mala suerte: otras redes como Facebook o Threads ya tienen el miasma digital en su tráfico natural.
Ahora ¿Así queremos vivir? La tarde del sábado el campo de batalla de la
Plaza Mayor -o de Palacio de Gobierno en Jalisco- se trasladó a la arena digital y ha proseguido en crecimiento donde la conversación -debate o discusión, ustedes decidan el adjetivo- se ha quedado en cifras y acciones del fin de semana pasado. Asistencia copiosa o escasa, represión o violencia, involucramiento de membretes políticos o no. La plática deja de lado los temas torales de la angustia nacional: la principal causa de muerte entre hombres jóvenes de 15 a los 35 años es el homicidio, el principal grupo de edad entre mexicanos desaparecidos son hombres jóvenes, el delito de extorsión no ha sido detenido y, al contrario, crece como enredadera.
A esto, agreguen la falta de acción a evidentes casos de corrupción, contubernio, enriquecimiento inexplicable o, ya mínimo, ineficacia en la acción de gobierno.
Hay razones para que la sociedad se manifieste, sean simpatizantes o no del gobierno actual.
Claudia Sheinbaum y su equipo de propaganda (sí, el mismo que llevó a un gran éxito dialéctico a López Obrador pero basado en la mentira y la teatralidad) construyeron su defensa semanal en la idea que la protesta es un ataque al proyecto de nación desarrollado por la llamada Cuarta Transformación.
Fuera la empatía.
Alguien sensato debería hablarle al oído a la presidenta. Ella misma debería reflexionar sobre los riesgos de un México como el actual, donde se construyen las ideas de enemigos por encima de la autocrítica.
Calderón, Fox, Peña y Salinas -por decir algunos- perdieron contra la Historia a partir del pleito personal contra los que consideraban sus enemigos políticos. Alguien le está haciendo creer a la presidenta que el poder contenido a su alrededor la faculta para destruir a cualquier adversario, ya sea a través de la exposición en la conferencia matutina de sus datos y su privacidad o con la utilización del Estado y todas sus herramientas para el aplastamiento.
Está equivocada: por más apoyo popular (o conocimiento) que tenga hoy, la ciudadanía reprueba en las mismas encuestas que la encumbran a su gobierno en combate a la corrupción, servicios de salud y seguridad. La sociedad clama por otro acuerdo nacional que priorice la mejora por encima de la diatriba, la erradicación de los gritos de guerra sugeridos desde el poder político y la distensión.
La primera presidenta del país debería entender que su papel no es defender a su grupo y su proyecto de manera inamovible, sino conducir al país a mejores senderos de certidumbre y bienestar que se basen no sólo en cifras que se presuman en papel, sino se palpen en la vida cotidiana.
Es imposible decir que se vive en un mejor país en donde los mexicanos se odien unos a otros a partir de la ira presidencial. Eso es un fracaso de gestión y legado.
López Obrador lo está pagando pese a la defensa del gobierno actual. La presidenta debe de entender que nadie quiere el mismo destino para ella.
Tampoco, por supuesto, para la nación.