Ha de ser duro ignorar cómo envejecer. El tiempo transcurre inevitablemente y los días se pueden aprovechar o no.
De cualquier manera, pasarán uno tras otro, sumando riqueza al habitar este mundo, o nada más serán la resta de los que quedan por vivir.
Como testigo de la vejez de mis padres me ha tocado ver no sólo la manera en que van menguando, sino también, dadas sus condiciones físicas, el muy distinto proceso que cada uno experimenta.
Para los hijos, que hemos vivido unas cuantas décadas con ellos, es difícil.
Al ver el rostro de mi padre, quien conserva una gran capacidad cognitiva, noto cómo se va apagando el brillo de sus ojos conforme disminuyen las capacidades de mi madre, cada vez más dependiente, y él, sin poder hacerse cargo, porque a los 90 encargarse de sí mismo ya es una gran tarea.
Más de 60 años juntos, en que formaron su familia, vieron llegar nietos y, actualmente, hasta bisnietos.
Por otro lado, él, que aún socializa con amigos de antaño, ha tenido que cambiar de grupo, porque del suyo ya es el único. Cada vez se reúne con adultos mayores más jóvenes.
Poco a poco se ha ido despidiendo de sus amigos y familiares contemporáneos.
La mayoría del tiempo prestamos más atención a las necesidades de mamá, que son más en número y complejidad.
A papá le toca ser cuidado para que pueda seguir cuidando, como ha decidido hacerlo, aunque cada vez pueda menos.
Recientemente me preguntaron “¿a cuántos cuidas?” y “¿cuántos cuidan de ti?”.
Muchas veces nos enfocamos en ser cuidadores y no dejamos que nos cuiden u olvidamos cuidarnos a nosotros mismos.
Vivenciar de cerca los procesos de los padres es una oportunidad para imaginar lo que podría suceder en la propia vejez.
Cuando niños pensamos que esa etapa es muy lejana, y lo está. En la juventud impera la ambición por crecer en planos más profesionales.
Luego llega la edad madura, ni tan joven pero aún no viejo, y es cuando se atestigua más próxima la etapa final de la vida.
¿Estamos listos para envejecer?
Flor.Vargas@iberotorreon.mx