Cultura

Venus-Xólotl: el descenso (1)

  • 30-30
  • Venus-Xólotl: el descenso (1)
  • Fernando Fabio Sánchez

Venus se ha hundido en la oscuridad del horizonte desde este 21 de marzo. 

Según los mitos y rituales de los antiguos mexicas, ha descendido al inframundo, como alguna vez lo hará cada uno de nosotros.

Fray Bernardino de Sahagún, en su “Historia general de las cosas de Nueva España”, hace un recuento de los rituales mexicas ante la muerte.

En un funeral, los padres y las madres pronunciaban oraciones, reflexionando que la vida era como el calor del sol que un día se tiene y al otro, no.

El tonalli —la energía vital— había sido llamado por Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl hacia el Mictlán, un lugar ancho, oscurísimo, sin luz y sin ventanas.

De allí jamás podrá salir, ni gozará nunca de las memorias que acumuló a lo largo de sus días, ni tendrá conciencia de su ser personal.

Pero la libertad también le ha llegado, pues su sola misión es, desde ese instante, llegar hasta lo más hondo, fundirse con la eternidad sin nombre.

Había ya cumplido como padre o madre, o como hijo e hija, o como nieto o nieta. 

No debía preocuparse más por la orfandad ni la pobreza de quien se había quedado en el mundo de los vivos.

El Eterno, de quien consta la duración de una hora, de un día o de una existencia, lo había determinado así.

Así, el muerto comenzaba a existir en dos reinos hasta la culminación de su jornada.

Por un lado, estaba el cuerpo físico que los ancianos amortajaban, poniéndolo en posición fetal, símbolo de su regreso al origen.

Luego, aseguraban en su cuerpo papeles amate, hechos con cortezas de árboles, decorados y recortados en figuras de serpientes, montañas, lagartos y perros, entre otros elementos.

Estas decoraciones sagradas representaban las estaciones en el camino que el difunto tendría que enfrentar y que lo asistirían, ahora, en su única tarea.

Y es que, simultáneamente, el alma, en su viaje hacia el Mictlán, debía deshacerse de su carne y de su sangre, y finalmente de sus huesos, en una serie de acciones que el cuerpo real, descomponiéndose, sufría en silencio en el mundo físico, mientras que el alma los vivía realmente en la dimensión espiritual.

Antes de despedirse, los padres y madres derramaban agua sobre el cuerpo amortajado, diciendo: “Esta es el agua de que gozaste, viviendo en el mundo”.

Y se decía que, desde ese momento, el difunto llegaba al primero de nueve planos que debía de atravesar: 

Itzcuintlán, es decir, el lugar donde habita el Perro: la frontera entre Tonacatlán —el mundo de los vivos— y el Más Allá.

Era un ancho río, profundo y oscuro. El río de sagradas aguas llamado Chiconahuapan, según el mismo Sahagún.

Entre la neblina espesa, el difunto veía las corrientes inmensas y comprendía que por sí mismo no podría cruzar.

Era un momento de reflexión, iniciático, de conocimiento ético sobre su propia vida.

¿Cómo había tratado a los seres indefensos? ¿Lo acompañarían ahora en su último tránsito? ¿Estaba listo para dejar atrás su ser individual e iniciar el viaje hacia la disolución eterna?

A la orilla de aquel río, ¿alguien podría salvarlo del eterno vagar por un mundo sin fin, sin encontrar descanso?

Son preguntas que solo uno mismo puede responder.


fernandofsanchez@gmail.com

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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