Vaya semana. Casi no hubo día sin acusados, señalados o involucrados en la trama del caso Lozoya, Odebrecht y sus “confesiones”. La casta política a escena. A primer cuadro: sus gesticulaciones, sus mensajes cifrados, sus enredos, las sobreactuaciones. El teatro de país. Ha de tratarse del segundo acto de la nueva obra política llamada La Cuarta Transformación pues va muy en el tono dramático con el que suele desenvolverse: inconexa, confusa, caricaturesca, fársica.
La función está echada. Miremos lo hermoso que se va proyectando cada movimiento actoral. Entendamos las instrucciones del director de escena: cualquier cosa mala que se logre sembrar y escenificar en los espacios públicos (que no en los juzgados) hará que crezca la expectación y se aplauda con histeria. Sí. Va en el tono fársico de la 4T. Veamos lo magnífico del populismo justiciero de nuestro Presidente, obsérvese cómo florece el mensaje polarizador, no se pierdan la actuación de sus fiscales, la excelsa desenvoltura de su caricatura, las bufonadas de las filtraciones de expedientes, lo burlesco del debido proceso, el sarcasmo impulsivo de los títeres, la miseria de sus actores principales.
Como en la farsa, quizá el show no pretenda mover a la risa, pero bien que busca la vergüenza del espectador que observa, embelesado, la realidad de un país cada vez más desdibujado e irreal.
En el primer acto, Emilio “L” en el papel de bufón principal, señala a diestra y siniestra a los participantes de una gran trama de corrupción no exenta de sobornos, extorsiones y tráfico de influencias. Salen a escena 17 actores, tres ex presidentes, dos candidatos, dos gobernadores y otros 10 ex funcionarios. El teatro nacional en la carpa. Más dramáticos unos que otros, pero todos —o casi todos— se llaman engañados y aprovechan los reflectores para revirar incluso con más gracia histriónica que el truhan principal. La tensión dramática lleva a los más conspicuos a sobreactuar: por aquí uno filma un video, se proclama víctima, llama al honor propio y hasta presenta denuncia por daño moral. Por allá otro levanta la voz para anunciar que se ha mancillado su honorabilidad y acusa de traición por vendetta política. Solo otro botón de muestra más. El de un actor discreto en las formas que escribe un hilo en Twitter para recordarnos su desinteresada contribución al bien del país, que estará localizable y advierte que no contribuirá a los escándalos mediáticos.
En las gradas, los diversos públicos y hasta los jilgueros retumban de asombro y vítores. Es el clímax, uno de los instantes mejores logrados de la puesta teatral en la que uno comprende las bases sobre las que se asienta el Estado y su mancillado derecho. La corrupción, en efecto, está generalizada. Y garantizada. De hecho, lo que vimos representado en esta puesta no habría sido posible sin las camarillas de complicidades políticas. No podría entenderse sin unas estructuras mafiosas que se prestaban un apoyo mutuo mientras cada una practicara la extorsión en su territorio. Con todo, en la escenografía que enmarca a todo este tinglado no hay registro alguno de denuncias formales en las fiscalías ni voluntad para seguir la debida procuración de justicia. No, hasta ahora.
Y ese es el mensaje simbólico de la farsa: una ventana a la realidad, pero sin trastocarla. Acaso retratarla. Nada más. Les sirve solo como elemento propagandístico. Ese es el mensaje, casi oculto, que dirigen a nuestro inconsciente más que a nuestro encéfalo. Aquel que nos llevará al próximo y estelar acto teatral: 2021. En el teatro de país. La puesta está echada. La farsa continúa.
@fdelcollado