Los teléfonos inteligentes son un medio de comunicación, pero también el archivo confidencial donde está cifrada la existencia de millones de seres. Las garantías de privacidad ofrecidas a los usuarios de redes sociales refuerzan la ilusión de que nadie tiene acceso a sus cuentas y por lo tanto su intimidad paralela está a salvo de intrusos. Ninguna otra evasión les ofrece la posibilidad de exhibirse y a la vez de esconderse, tal vez por eso es tan adictiva. Desde luego, ese reducto de libertad infringe una regla básica de las relaciones amorosas: la de que los amantes deben ser un libro abierto para sus parejas. ¿Pero alguien puede tener un alma de cristal sin perder la condición de individuo? ¿Algún matrimonio sobreviviría si los cónyuges pudieran asomarse en todo momento a la conciencia de sus parejas?

La vida interior de los seres humanos ya no está encerrada en su propio yo. Para infinidad de personas, el celular representa una extensión o prolongación de la conciencia. Vedar a la inspección de la pareja un sancta sanctórum que no le incumbe debería ser, por lo tanto, un derecho inalienable. Para satisfacer esa necesidad, nuestros abuelos escribían diarios. Nada tentaba más a la pareja de un diarista que asomarse a las páginas donde su cónyuge hablaba consigo mismo. El clímax de muchas tramas novelescas ocurría cuando el curioso o la curiosa sucumbían a esa tentación y se enteraban de secretos inconfesables, o bien, leían ofensivas descripciones de sus defectos que el cónyuge, por prudencia, nunca les reprochó. En la vida real, la escritura de diarios seguramente salvaguardó la armonía de muchas parejas, pues en esos vertederos de críticas y rencores, los amantes inconformes se desfogaban como si hablaran en el diván del psiquiatra.
Las redes sociales desplazaron a los diarios y ahora son, por lo tanto, el depósito de secretos más codiciados y violados por los celosos. ¿A quién le puso like? ¿Qué solicitud de amistad aceptó en Facebook? ¿Cuáles fotos vio en Instagram? ¿Quiénes comentan sus publicaciones? Preguntas como éstas atormentan hoy en día a millones de amantes en todo el mundo. Aguijonea su curiosidad el hecho de que actualmente, la mayoría de los mortales pasan tres o cuatro horas diarias absortos en sus pantallas portátiles. A estas alturas, la fuga de la circunstancia inmediata ocasionada por los celulares ya debe ser más dañina para la salud mental que los estragos de todas las drogas duras, incluyendo el fentanilo. Como esos adminículos acaparan por completo la atención de la gente, se eleva al cubo la posibilidad de que en ellos el marido o la mujer estén fraguando una infidelidad, o simplemente, un amenazador tejido de relaciones al que no tenemos acceso.
La paranoia se exacerba cuando el fisgón o la fisgona viven tan inmersos en su segunda conciencia que la realidad llega a parecerles un deslucido traspatio del ciberespacio. Para ellos el comportamiento de la pareja en las redes tiene más importancia que su conducta en la vida real. Pero no son los posibles rivales que acechan en la red, sino el teléfono mismo, lo que en realidad está socavando las relaciones amorosas. Cualquier terapia que aspire a reconciliar amantes debe restablecer primero el diálogo de persona a persona, pues ni siquiera en momentos de convivencia obligada, como las comidas, los adictos a la conectividad pueden apagar un minuto el maldito engendro de Steve Jobs. Hackear las redes de la pareja quizá permita al espía monopolizar su cuerpo. Lo que no parece inquietar a nadie es el masivo control de las mentes por parte de los poderes invisibles que hipnotizan a la humanidad. La amenaza de un desliz erótico por parte de la persona amada es mucho menos grave que su ausencia espiritual permanente.
Caja fuerte de los pensamientos, la conciencia fue inviolable mientras dependió de sus propias fuerzas. Desde que usa una prótesis se volvió un escaparate selectivo, donde la tentadora oportunidad de pensar en voz alta puede hacernos creer que el auditorio ya es parte de nuestra psique. Ha nacido así una dependencia neurótica muy difícil de combatir, pues casi nadie cree padecerla. Abolida la frontera entre la máquina y el hombre, desaparece también la distancia entre el yo y los demás. Los actores de teatro llaman cuarta pared a la invisible barrera que los separa del público. Se esmeran por cautivarlo, pero deben actuar como si no existiera. En otras épocas, sólo la gente con acceso a los grandes medios de difusión tenía público. Ahora que todo el mundo lo tiene proliferan los malos actores obsesionados por las reacciones de la cuarta pared. La rebeldía juvenil del futuro quizá consista en restablecer los candados de la conciencia. Sólo así podremos bajarnos del escenario para volver a la vida.