Luis Miguel Morales C.
En la primera mitad del siglo XX, cuando el comunismo y el fascismo crearon una atmósfera de polarización muy semejante a la del mundo contemporáneo, la obligación de asumir un compromiso político hizo estragos en el mundillo literario. Quienes no participaban en ese circo se quedaban un tanto arrinconados y oscurecidos por el relumbrón de los paladines justicieros que denunciaban a voz en cuello la explotación del trabajador y la insaciable rapacidad de la oligarquía, o en el bando opuesto, la conjura diabólica de los judíos y los masones infiltrados en la banca internacional y en las propias filas del politburó.
Entre los escritores que se negaron a tomar partido por los grandes movimientos de masas destacan dos apolíticos radicales, Alfonso Reyes y Vladimir Nabokov, que observaron con una sonrisa escéptica ese boom de literatura comprometida. Víctimas colaterales de dos guerras civiles, la revolución mexicana y la rusa, su artepurismo reviste particular interés porque fue el resultado de experiencias traumáticas vividas en la juventud temprana: la muerte del general Bernardo Reyes, ametrallado en un cuartelazo fallido cuando la vieja guardia del ejército porfirista intentó derrocar a Madero en febrero de 1913, y el asesinato de Vladimir Dimitrievich Nabokov, hijo del Ministro de Justicia de Nicolás II y miembro fundador del Partido Democrático Constitucional de Rusia, a quien un fanático zaristamató a balazos en Berlín durante una conferencia de liberales rusos en el exilio.
Lo más natural hubiera sido que ambos huérfanos entraran con ánimo vengativo a la arena política, pero le dieron la espalda como si fuera la peste bubónica, y a diferencia de muchos escritores arrepentidos de haber aclamado a Hitler, Stalin y Mussolini, ninguno de los dos se decepcionó de una ideología o de un partido en particular, sino de la política en general. En el mejor de los casos, la política aparece en las novelas de Nabokov como una calamidad incompatible con la búsqueda de la verdad y la belleza. Rechazaba con sorna el compromiso con el pueblo exigido a los escritores: “Una obra literaria no tiene importancia alguna para la sociedad —dijo en una entrevista—. No tengo intención social ni mensaje moral. Tampoco defiendo convicciones igualitarias. Sólo me gusta componer acertijos con soluciones elegantes”. De manera implícita, Reyes formuló una declaración de principios muy similar en decenas de libros ajenos a las pasiones políticas del siglo XX. Quizá por eso han resistido las mudanzas del gusto y siguen cautivando a la minoría culta, el único interlocutor al que respetaba.
Si bien Reyes intentó idealizar a don Bernardo en la “Oración del 9 de febrero”, atribuyó el trágico error que le costó la vida a una merma en sus facultades mentales provocada por su reclusión en la depresiva cárcel de Tlatelolco, de donde salió para encabezar la intentona golpista. En ese panegírico ensalza las virtudes intelectuales del general, en particular su afición a la poesía de Espronceda, pero no le reconoce virtud política alguna, aunque probablemente la tuvo (convirtió a Nuevo León en un emporio industrial), como si temiera pisar un campo minado. Más que su traición a la naciente democracia mexicana, lo que Alfonso no le perdona es la ambición de ser un protagonista de la historia, la soberbia del caudillo subyugado por el vértigo del poder.
Aunque Nabokov no tenía motivo alguno para avergonzarse de la actuación política de su padre, un demócrata sin tacha, en La dádiva, una novela autobiográfica de la primera etapa de su carrera, cuando aún escribía en ruso, evoca la afición paterna a coleccionar mariposas en una hermosa semblanza con tintes nostálgicos, sin mencionar, en cambio, su valiente combate alzarismo, que pagó con la cárcel, ni la pugna con los comunistas que lo condenó al exilio: sólo le interesa su comunión romántica con la naturaleza. Perseguido a la vez por los bolcheviques y los monárquicos, el padre de Nabokov sufrió en carne propia una polarización fratricida que no admitía términos medios. La conclusión que su huérfano extrajo de esa tragedia fue un profundo rechazo al delirio de grandeza de la clase política y a su efecto más pernicioso: las discordias viscerales entre fanáticos.
La misión de Reyes y Nabokov consistió en defender el reducto de autonomía que las dictaduras totalitarias intentaban arrebatar a las letras. El ascenso del populismo ha vuelto a encumbrar en varios países del mundo a fantoches mesiánicos muy semejantes a los de antaño, que todavía no alcanzan el poder absoluto, pero lo buscan a toda costa. Para un lector del siglo XXI, las obras de Reyes y Nabokov representan una catarsis liberadora, pues en ellas la omisión de la política es una bofetada con guante blanco a la pequeñez de los poderosos.
Enrique Serna