La memoria de la libido es más fiel que la del cerebro, pues actualiza el deseo como si hubiera brotado ayer. El viernes pasado fue un día de luto para los cinéfilos de la tercera edad: caímos en un estupor helado al enterarnos de que había fallecido en Los Ángeles Meche Carreño, una fascinante diva de los años 60 y 70, que transitó del nudismo provocador al cine de arte y dejó sin aliento a millones de admiradores. Como Greta Garbo, Meche se retiró a los 42 años para que el mundo la recordara en todo su esplendor. No quiso aceptar papeles de madre o abuela, el triste destino de las actrices mexicanas que desean seguir trabajando al envejecer, en un mundillo de la farándula donde predominan los estrellatos caducos. Llevaba mucho tiempo retirada de las pantallas y quizá por eso su pérdida no tuvo la resonancia que se merece. Al encontrar la noticia arrinconada en las páginas interiores de la sección de espectáculos de un periódico nacional confirmé que el país le ha dado la espalda a su propia mitología cinematográfica. Por lo menos en ese terreno ya somos, desde hace tiempo, una colonia sin amor propio.
¿Quién fue Meche Carreño? Espero que la Cineteca programe pronto una retrospectiva de su filmografía, pero mientras eso sucede invito a los lectores jóvenes a ver en You Tube algunas de sus películas, como La inocente y La Choca. Son bastante malas, pero lo que menos importa es la pobreza imaginativa de sus directores y guionistas: la belleza felina de Meche las absuelve de la ignominia. Era una morena con cara de ángel, quizá un poco tímida en el trato social, que delante de la cámara se transformaba en pantera. Nacida en Minatitlán, cuando era una adolescente Meche se vino a probar fortuna en la capital . Según la leyenda, a los 17 años vendía quesadillas en un anafre colocado a las afueras de la Arena Coliseo. Ahí la descubrió el productor José Lorenzo Zakany, que la dio a conocer en un lanzamiento publicitario espectacular: una sesión de fotos en monokini para una jauría de fotógrafos congregados en el balneario Bahía. Durante largo tiempo, aquellas fotos fueron objeto de culto en los altares votivos de los talleres mecánicos. Los niños que nos colábamos a verlas asociamos desde entonces el despertar de la carne con el olor de los aditivos.
Con La sangre enemiga, dirigida por Rogelio A. González y basada en la novela de Luis Spota, Meche tuvo su primer éxito de taquilla, que luego refrendaría en muchas otras películas. Hasta entonces sólo hacía papeles de niña sexy, pero dio el estirón como actriz al hacer mancuerna con su segundo esposo, el escritor y cineasta Juan Manuel Torres, uno de los nuevos valores favorecidos por el cine estatal en el sexenio de Echeverría (el terruño los unió pues él también era de Mina, como dicen los costeños de allá). Con Torres filmó La otra virginidad, La vida cambia, El mar y La mujer perfecta. Director con grandes ambiciones, Torres había estudiado en Polonia, y aunque sus películas, llenas de diálogos farragosos, adolecían de cierta flacidez dramática, en ellas Meche Carreño demostró que podía interpretar papeles complejos. Me tocó seleccionar los fotomontajes de las dos últimas cuando era redactor publicitario en Procinemex. Con el pulso trémulo revisaba las hojas de contactos y las diapositivas que despedían efluvios magnéticos.
Junto con Emily Cranz, la inolvidable chica yeyé que bailaba con botas blancas en las jaulas de Orfeón a go go, Meche Carreño fue quizá la única estrella morena de aquellos años. Acabó con el cuadro en un mundillo cinematográfico donde las güeritas partían el queso, como luego lo hicieron en Televisa. Se le puede considerar una precursora del actual movimiento Poder Prieto, encabezado por Tenoch Huerta. Tal vez por eso Juan Gabriel le dio el coestelar de su película autobiográfica El Noa Noa: el cisne de Ciudad Juárez necesitaba una actriz con el fenotipo cobrizo de las vedettes que lo acompañaban en la variedad del congal juarense donde aprendió a lidiar con el público bronco. Atesoro una entrañable imagen de aquel churrazo: la fraternal escena donde Juan Gabriel y Meche se toman una Caguama, tendidos en los catres de un cuarto de azotea.
La conocí a mediados de los 90, en las 300 o 400 representaciones de Aventurera, cuando coincidimos, con nuestras respectivas parejas, en una mesa del Salón Los Ángeles. Llevaba el pelo teñido de azul y todavía era una mujer arrebatadora. Es increíble que los productores de entonces no le hayan sacado provecho a su etapa de madurez. Desde luego, me declaré su fan y le rendí pleitesía. Tuvimos una charla ligera con ella y con su galán, un gringo milloneta cuyo nombre no recuerdo. La desmemoria del público ya la había devuelto al anonimato, pues nadie se acercó a pedirle un autógrafo. Así de relativa es la fama en un país donde el star system destruye todo lo que inventa.
Enrique Serna